El 25 de febrero de 1956, tras el discurso autocrítico y antiestalinista del Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Nikita Jrushchov, en el que se denunciaron los crímenes de Stalin y la represión de la Gran Purga de los años 30, el bloque soviético inició un ligerísimo viraje en sus posiciones. El proceso de deshielo buscaba volver a las esencias leninistas del partido y trataba de huir del culto a la personalidad del líder. Aunque no supuso un cambio auténticamente radical, constituyó un acontecimiento de cierta magnitud en un régimen de naturaleza especialmente pétrea. El nuevo planteamiento caló desde el núcleo a la periferia, y algunos territorios que ya habían mostrado iniciativas autónomas en pos de mayor libertad vieron una oportunidad para incrementar sus demandas. Hungría fue el caso más paradigmático.
En octubre de 1956, una serie de manifestaciones estudiantiles en la capital culminaron en un episodio de disparos por parte de la policía política húngara (ÁVH), favorable al Kremlin, a la multitud que se congregaba en las puertas del Parlamento. Los manifestantes lograron arrebatar algunas armas a la ÁVH y, uniéndolas a otras brindadas por soldados húngaros partidarios de un levantamiento contra los soviéticos, respondieron con fuego a los policías. En pocos días los disturbios se trasladaron de Budapest a toda Hungría, y el gobierno prosoviético fue disuelto y sustituido por un nuevo ejecutivo encabezado por Imre Nagy. Jrushchov, arrepentido ante la pérdida de control de la situación, decidió cortar por lo sano y movilizó 30.000 soldados. El 4 de noviembre los tanques de la URSS entraron en Budapest, prestos a sofocar la rebelión e imponer el orden de nuevo.
En aquellas fechas, el equipo más importante de Hungría -y representante del Ejército húngaro- era el Honvéd de Ferenc Puskás, Kocsis y Czibor, que se encontraba disputando la eliminatoria de octavos de final de la Copa de Europa frente al Athletic de Bilbao. El partido de ida concluyó con un 3 a 2 a favor del conjunto vasco en San Mamés, y los magiares permanecieron en España, aguardando el desarrollo de los acontecimientos en su país. A pesar de que una radio húngara anunció, quién sabe en qué tenebroso ejercicio de propaganda, la muerte del patriota Puskás luchando en los tiroteos callejeros, el fabuloso extremo se entretenía jugando partidos amistosos con sus compañeros, como el que le enfrentó a un combinado de futbolistas del Madrid y del Atlético. El encuentro de vuelta de la eliminatoria, disputado en Bruselas el 20 de diciembre terminó con empate a tres. No obstante, la eliminación de los húngaros era la menor de sus preocupaciones.
Pasado el tiempo, la mayoría de los jugadores eligió el retorno, exceptuando a Puskás, Czibor y Kocsis. Durante las largas jornadas de la espera, Puskás movió sus hilos para conseguir que su mujer e hija llegasen a Viena, y viajó allí para reunirse con ellas y establecer en el bar Munchenenhorr una suerte de refugio en el que reflexionar sobre sus opciones de futuro. Finalmente, Ferenc anunció que no regresaría a Hungría, por lo que fue sancionado por la FIFA a instancias de la Federación de su país, castigado con la prohibición de jugar hasta agosto de 1958. Contrariado, se mudó a Bordighera, en Italia, tratando en vano de ofrecerse para encuentros de exhibición y comenzando a escribir en periódicos para obtener un sustento. El Manchester United lo tanteó para reconstruir su equipo tras la tragedia aérea de Múnich, mas su escaso conocimiento del inglés y la tradicional desconfianza británica hacia los extranjeros terminaron desestimando su fichaje. A medida que pasaban los meses, su forma decaía, la desidia lo embargaba y el sobrepeso se iba haciendo más y más evidente. Sus récords anotadores -83 goles en 84 partidos con su selección nacional- parecían destinados a languidecer y extinguirse, hasta que una apuesta personal de Santiago Bernabéu, presidente de un Real Madrid ya tricampeón en Europa, lo llevó otra vez a España. Tanto la dirección deportiva madridista como el entrenador, Luis Carniglia, se opusieron a la incorporación de un tipo de treinta y un años que excedía en 12 kg su peso ideal. La personalidad de Bernabéu, acaso similar en firmeza a la de Jrushchov, no admitió réplica. Si Kocsis y Czibor, en idéntica situación, iban a reforzar al Barcelona, el Madrid no podía permitirse prescindir de su dosis particular de talento del este.
En su primer entrenamiento con los blancos, sus compañeros lo observaron con desconfianza. Mateos suponía su competencia directa para el once, y se trataba de alguien muy querido en el vestuario. Sin embargo, al finalizar la sesión Di Stéfano habló con la autoridad que le otorgaba su liderazgo. Las palabras fueron taumatúrgicas: “Este Pancho maneja la bola con la izquierda mejor que yo con la mano”. No cupo objeción posible, y la mejor delantera de la historia merengue se completó con el quinto integrante: Kopa, Rial, Di Stéfano, Gento y Puskás. En nueve temporadas del húngaro en el club se ganaron cinco Ligas, una Copa, tres Copas de Europa y una Intercontinental, con 236 goles de Pancho en 261 actuaciones, cuatro de ellos en la final de Glasgow del año 60. Tras su retirada como miembro indiscutible del santoral madridista, no volvió a fijar su residencia en su país hasta 1992, una vez se produjo la caída del comunismo. Solo entonces acabó el largo exilio de Puskás, leyenda de feliz final que tuvo su origen en una desgracia. Como casi todas.
La historia del siglo XX debería ser un manual de aprendizaje para este nuevo siglo que se presenta convulso y repetido.
El hombre que olvida está condenado a repetir su historia, por eso resulta interesante rescatar estos capítulos, para que no queden sepultados por el polvo del paso del tiempo. Bonita historia la de Pukas que esperemos no se vuelva a repetir.