Qué partido tan espléndido del Real Madrid. Hubo de todo. Para empezar, un gol olímpico. El primero lo marcó el argentino Onzari hace 96 años, meses después de que el reglamento permitiera los goles directos desde el saque de esquina. La notificación llegó a la AFA días antes de que se enfrentaran Argentina y Uruguay, la recientísima campeona olímpica en los Juegos de París de 1924. El encuentro era amistoso, pero sólo nominalmente, ya lo pueden imaginar. El caso es que Onzari, un wing extraordinario, marcó a los quince minutos el gol nunca visto. Golpeó el balón con la pierna derecha, como Kroos, y la pelota hizo la misma comba para terminar en las redes uruguayas. Por fortuna para Onzari, el árbitro Ricardo Villarino estaba al tanto de la innovación reglamentaria.
El gol fue bautizado como «el de Onzari a los olímpicos», pero el apelativo se acortó hasta quedar como «el gol olímpico». La contracción se agradece para los titulares periodísticos, pero conviene no olvidar el nombre de los pioneros.
Si Onzari marcó el primer gol de esa clase, Kroos consiguió el último, también a los quince minutos de partido (el fútbol adora estas coincidencias). La exquisitez de su pie derecho merecía algo así. También su fabulosa temporada, asombrosa si la comparamos con su languidez del pasado curso. Kroos observó que las protestas del Valencia habían distraído al equipo entero, incluido el guardameta. Así que sacó el córner con toda la intención de marcar gol. Al igual que Onzari, la pegó de chanfle, impactando en el moflete del balón, con la precisión necesaria para que la pelota entrara en órbita. Ningún valencianista llegó a tiempo para evitar el tanto y quien lo intentó quedó atrapado en las redes con cara y aspecto de besugo. Así ocurrió también hace 96 años.
El Madrid hacía mucho más que ponerse por delante. Señalaba que el destino era suyo, que la noche le pertenecía.
El Valencia captó el mensaje. A pesar de las bajas, su rival había saltado al campo con el aplomo de las noches europeas. La misma seguridad, como si alguien les hubiera contado antes el partido. Los amantes de la táctica dirán que todo estuvo basado en la ventaja numérica en el mediocampo; Casemiro, Valverde, Kroos y Modric rindieron cualquier oposición valencianista. Sin embargo, yo creo que hubo algo más. Una especie de reencuentro espiritual. Además del empuje y el talento de los centrocampistas citados, Isco volvió por fin a su ser y el equipo recuperó la confianza de los años buenos.
Fue precisamente Isco quien consiguió el segundo gol y pudo marcar también el tercero al estrellar un cabezazo al palo. Acto seguido, Jaume sacó con un pie el remate a bocajarro de Jovic, hecho que permitió confirmar la presencia del delantero serbio en el terreno de juego, aunque al rato nos volvieron a entrar dudas.
De aquí hasta el final el domino del Real Madrid fue aplastante. Y no es casualidad. El equipo viene creciendo en los últimos partidos con independencia de los resultados o de alguna mala tarde (Leganés). Zidane ha enderezado el rumbo y es hora de que dejemos de preguntarnos cómo lo hace, porque lo hace, ya sea poniendo inciensos o dibujando flores en la pizarra.
Con Arabia entregada, Modric marcó el tercero con una delicadeza de las suyas. Enfrentó a Paulista (un tren expreso), le distrajo con una bicicleta y remató luego con el exterior del pie. Ese golpeo no tiene pionero conocido y es una lástima porque el inventor merecería una estatua. Chutar con el exterior de la bota fue el amaestramiento definitivo del balón. Domesticado el caballo salvaje, lo siguiente era acariciarlo, quererlo, hacerlo avanzar sin picar espuelas.
El Valencia marcó de penalti el gol del honor y el partido se consumió como una bengala, con chispas hasta el final. Por fortuna fue mucho más que un publirreportaje sobre las bondades del tenebroso régimen saudí. Fue fútbol. Del bueno.
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