La objetividad es un concepto abstracto que no se puede fotografiar. Todo el mundo sabe lo que es, pero es imposible encontrar un ejemplo que todo el mundo reconozca como tal. A efectos prácticos es igual que si no existiese y así es cómo deberíamos interpretarlo. Todas las opiniones vienen siempre desde algún sitio concreto: el contexto cultural, la vinculación emocional, la ignorancia, el conocimiento, la presión de la tribu, la soberbia del que se siente elegido, el interés personal, el interés del que paga… Ésta, la mía, también.
Es obvio que la opinión (o análisis, que es lo mismo) que hoy tengo del partido que el Atleti disputó ayer en el Estadio de la Cerámica sería distinta si, habiendo pasado lo mismo, se hubiese jugado en 2007. Sería una si yo fuese un escritor eremita que vive en Ontario (sin acceso a internet) y otra muy distinta viviendo en Madrid y conviviendo con esa especie de caza de brujas que desde hace años hay contra Simeone (y lo que éste representa); esa que practica el puritanismo rancio (y monocolor) que domina la información deportiva en nuestro país y con la que, quieras o no, te encuentras cada vez que sales a la sociedad.
Lo digo honestamente; no sé hasta que punto mi forma de entender el juego del Atlético de Madrid es la reacción natural a un acto gratuito de injusticia y qué parte se corresponde con una visión rigurosa de la táctica y de la técnica. En el fondo da igual. Es lo que es. Decía Oscar Wilde que sólo podemos dar una opinión imparcial sobre las cosas que no nos interesan y que, por eso mismo, las opiniones imparciales carecen de valor.
El partido frente al Villarreal se parece tanto a lo que ya hemos visto antes que el análisis deportivo es bastante menos interesante que el anímico. Cualquier detalle técnico tiene un porqué que se puede explicar desde ese misterio insondable que es la cabeza humana. Los de Simeone saltaron bastante bien a un campo tradicionalmente hostil y que a priori no invitaba a las alegrías. Los colchoneros salieron metidos y adelantaron la presión, aunque es verdad que sin tanto furor o precisión como unos días antes contra el Barça. Controlaron el juego y consiguieron que el de su rival no se saliese de ciertos parámetros. Suficiente. En ese ambiente favorable apareció João Félix, para mí, la mejor noticia del partido para el Atleti. El portugués, muy vertical y participativo los noventa minutos, se preparó un disparo que Asenjo desvió al poste con los dedos. Más clara todavía fue la que tuvo después, cuando lanzó por encima de la portería una gran asistencia de Saúl tras el enésimo desmarque magistral del luso.
Dos fallos de dos. Suficiente material para desalentar al ángel bueno que convive en nuestro cerebro junto al demonio malo. «¿Para qué vamos a presionar si no somos capaces de meterla por debajo del arco iris?», diría ese ser de rabo inquieto y orejas puntiagudas que habita en el subconsciente. «Suelta el balón y así no te verán fallar», insistiría la criatura.
Y claro, el Atleti se vino abajo como un globo pinchado. El Villarreal robo el balón y el espíritu para irse a matar un rival sin heridas aparentes, pero con aparentes muestras de estar herido. La última media hora de los de Simeone fue francamente mala. Inexistentes en ataque, inoperantes en el centro y muy frágiles en defensa. Aun así, mantuvieron la portería a cero. Lo hicieron porque, acertados o no, los jugadores del Atleti son comprometidos y profesionales. Algo que no se les puede negar por mucho que eso sea lo que haga un molestísimo puñado de repartidores de letras escarlatas que dicen ser aficionados colchoneros.
La segunda parte comenzó como la primera; quizá con un punto adicional de agresividad, velocidad y criterio, pero con la misma idea. Los rojiblancos volvieron a dominar el partido y a minimizar el potencial del rival y así volvieron a llegar las ocasiones. Así también, volvieron a desperdiciarlas. El demonio, que había estado callado durante veinte minutos, volvió a despertarse recordando a gritos que había que ganar, que no se podían perder más puntos, que el presupuesto, que la exigencia, que los rivales, que el calentamiento global… Y claro, el Atleti, que el orgullo le impedía volver a venirse abajo, lo que hizo fue romperse. Se fue a por el partido con más corazón que cabeza y con más ganas que fútbol. Pocas veces he visto jugar al Atleti de Simeone un tramo del partido tan loco, tan abierto y tan poco contenido. Uno en el que es cierto que pudo ganar cualquiera de los dos equipos. Uno que no me gustó nada, porque desteto esa fórmula que parece ser tan divertida para el espectador medio.
¿Cómo se sale de esta? Pues no lo sé. Lo que sí que sé es que me fío más de Simeone que de un señor campanudo que dice chascarrillos por la radio. Llamadme ingenuo, pero confío más en el actual cuerpo técnico que en un tuitero de prosa picuda y querencia por el insulto que, según su propia bio, es «amigo de sus amigos». Sobre todo porque creo que el principal problema del Atleti ahora mismo no está en los puntos que le faltan, la pertinaz incapacidad goleadora o una plantilla ridículamente confeccionada con tan solo 20 futbolistas seleccionables. Siendo preocupante todo lo anterior, el principal problema del Atleti está en la cabeza de los jugadores y en la del subconsciente colectivo. Se llama ansiedad.
Para mi además de la ansiedad. También veo veo que a la hora de rematar a excepción de Joao. No veo intención, esa mala uva que hace falta para llevar el balón a las redes. No se si será a causa de la ansiedad o del subconsciente como te refieres.
Ojalá tengamos un pelín de de suerte entre la pelota y cambie esta tendencia.