En cualquier esquina hay historias que merecen ser contadas. De hecho, hoy les voy a relatar una muy especial de un tipo que sería una tentación para los guionistas de Hollywood. Tiene cuarenta y tantos años y aún tiene cuerpo de adolescente. En su día se libró del servicio militar haciéndose literalmente el loco. Pero, por encima de todo, prefiero hablarles de un hombre que es un pedazo de pan. Un tipo inclasificable al que un día se bautizó para siempre como El Somalí en el parque de Arcentales. Tenía una facilidad descomunal para correr. Y ya no importa que en su carnet de identidad responda al nombre de José Félix Ortiz o que se gane la vida repartiendo publicidad. Para nosotros siempre será El Somalí y, a partir de ahora, trataré de explicar por qué mi capacidad de objetividad es nula en esta historia.
A mí, siempre que me ve, me llama maestro, pero se equivoca. El maestro es él, porque a él le quiere todo el mundo con sus cosas, con sus locuras, sin condicionantes. Aún me acuerdo de esas mañanas en las que lo encontraba en el Metro con un saco inmenso de hojas de publicidad cargado a la espalda. Un saco exigente como la vida misma que lo tenía que repartir él solo. Y, a pesar de esas palizas, en sus mejores años no fallaba una sola tarde en el parque, donde siempre ponía un ritmo estrella en los entrenos. Daba igual que media hora antes de empezar El Somalí se hubiese comido una caja entera de galletas Príncipe. Daba igual porque él es así. El mismo al que se distingue por esas piernas larguísimas. El mismo que te reconoce abiertamente: «Yo lo único que sé hacer es repartir publicidad». El código de barras de la humildad.
Sin embargo, para mí, El Somalí es un tipo de Champions. Un corazón mayúsculo que podría haber protagonizado Forrest Gump. La paz está en sus manos, en su forma de actuar, en su manera de comportarse. El otro día, Sergio Fernández Infestas me contó cómo fue el día después de que Fabián Roncero batiese el récord de España de maratón en Rotterdam. Fabián es un personaje al que El Somalí idolatra. Por eso aquella mañana de los noventa volvió a levantarse temprano. La diferencia es que esta vez fue directo al quiosco a comprar El País. Viajó a toda prisa a la página en la que se escribía de Roncero. Hizo cientos de fotocopias de esa página y se fue al parque de Arcentales, en el que empezó todo. Y, una vez allí, pegó esa página de periódico en los troncos de los árboles. Parecía que había pasado algo, pero no había pasado nada. Sólo que El Somali estaba orgulloso de su amigo, de su ídolo. Quería que todo el mundo tuviese constancia.
Fue El Somalí en estado puro. No sé que criterio explica a este hombre. Tampoco importa. Sólo sé que si lo conoces te expones a quererlo mucho y él te lo devolverá alegrándote la vida, demostrando lo que es una buena persona. Yo jamás he hecho series entrenando con un perro, hasta la otra tarde, en la que El Somalí se ofreció a marcarme el ritmo. Él había bajado a pasear con su perro. Y, de repente, se ofreció a marcarme el ritmo. Y se unió tirando con la cuerda de su perro que es un galgo que corre que se las pela. Pero, sinceramente, ése no es el objeto de esta historia. Hay algo más importante que correr más o menos: lo importante es cómo eres, lo importante es lo que trasmites. Es más, si yo hoy estoy escribiendo ahora de El Somalí es por eso, casi por aclamación popular.
El pasado domingo, en un grupo de Whattsapp de atletismo en el que no está él, nos emocionamos todos de golpe por culpa suya. Nos llegó la noticia de que El Somalí había corrido el maratón de Málaga en un tiempazo: 2 horas y 30 minutos. Nadie creía que pudiese hacerlo esta vez. Tampoco lo creía yo, que lo había visto entrenar tantas tardes en el parque contra corriente. Pero El Somalí es así: tiene a Curro Romero metido en el cuerpo. Es capaz de sacarnos de quicio o de emocionarnos. Así que el domingo, al rato de conocer la noticia, recibí varios whatsapps por el privado: «Tienes que escribir del Soma». Y volví a recordar que, efectivamente, todas las historias merecen ser contadas. Y que, en realidad, El Somalí es el espejo de José Félix Ortiz, que es un tipo muy, muy especial.
Que bonita historia. Y lo más sorprendente de todo es que es real.