Si os dicen que a día de hoy habita en Madrid un señor que acompañaba al cine a Azorín, que acostumbraba a parlamentar con Gregorio Marañón en su casa toledana El Cigarral, que intercambió vinos y confesiones con Ernest Hemingway, que compartió risas con Camilo José Cela —al que llama Camilín—, que acompañó a Severo Ochoa los últimos días de su vida o que fue un asiduo de la casa de Pío Baroja… quizá os suene a novela de ficción. Pero nada más lejos de la realidad.

Se llama Marino Gómez-Santos, vive en Madrid, zona de Ventas, ha escrito biografías de todos ellos (más de 50) y ha practicado el arte de la entrevista biográfica para algunos de los diarios más importantes de nuestro país. Con más de 90 años sigue escribiendo. Accedo a él por primera vez a través de uno de sus libros, Vida de Gregorio Marañón, que compré en una tienda de libros de segunda mano.

Más tarde descubrí que esta joya literaria, que me costó tres euros, había ganado el Premio Nacional de Literatura en 1971. Es un libro contundente, de los que no se pueden llevar a la playa. En él quedé deslumbrado no solo por la figura del archiconocido médico, sino por una narrativa ágil, afilada y certera. No solo aprendí de Marañón, sino de liberalismo, sabiduría, en el sentido más hondo de la palabra, y bondad. Desde entonces nunca olvidaría el nombre de Marino Gómez-Santos.

Gómez-Santos nos recibe en su casa, engalanado con una cómoda gabardina, pantalón caqui y camisa a cuadros. El lugar resulta acogedor, está cálidamente iluminado y cada rincón rezuma historia. Accedemos a un saloncito vestido de cuadros y con un robusto escritorio de madera coronado con una foto del Papa Juan Pablo II. Una mesilla, que queda a la derecha del sillón donde se acomoda el escritor, sostiene un retrato de Gómez-Santos con Severo Ochoa.

Foto de Uxía Barrientos

—Consiguió que Gregorio Marañón prologara su primer libro, una biografía de Leopoldo Alas Clarín que publicó con 22 años. ¿Qué ha supuesto el eminente médico en su vida?

—Don Gregorio Marañón hizo realidad el mundo mágico que yo había imaginado con la lectura de La Estafeta Literaria donde publicaba el grupo de poetas de Juventud Creadora. De Marañón heredé mi amor a Toledo, que él había conocido siendo niño, de la mano de Galdós. Y le debo, entre otras muchas cosas, el placer de haberme sentado a su mesa en el Cigarral, con su familia y sus amigos Pérez de Ayala, Sebastián Miranda, Belmonte, André Maurois y otras personalidades extranjeras que pasaban por Toledo para ver la obra del Greco y visitar a Marañón.

—¿Qué impresión le causó Madrid a su llegada a la capital?

—El cielo azul, el aire tónico del Guadarrama, la disposición acogedora de los madrileños, finos como el agua de Lozoya, el respirar en la ciudad habitada por las personas que deseaba conocer, donde se publicaban los periódicos en los que aspiraba publicar, han sido circunstancias fundamentales para vivir encantado de la vida.  

—¿De qué forma fue su entrada en el Café Gijón?

—Llegué en la hora máxima, cuando el Café era como un Senado de las Letras en que se enjambraban  escritores, poetas, directores, productores y primeras actrices/actores en carne mortal. Me había llevado allí mi valedor Juan Antonio Cabezas, autor de la gran biografía de Clarín. José García Nieto me llevó hasta el rincón donde escribía César González-Ruano. Nunca había visto yo a un escritor famoso en su tarea habitual. Y el hecho de que suspendiera la escritura para ofrecerme un café y su pitillera, mientras se interesaba por mi viaje a Madrid, tendría para mí su trascendencia. Algunos días después, González-Ruano daría cuenta de mi encuentro en su Diario Íntimo publicado semanalmente en Pueblo, lo cual supuso como una autorización oficial para volver al Café Gijón, de cuya historia iba a ser su primer cronista.

—¿Se consideraba más escritor que periodista?

—Aunque aspiraba a ser escritorel periodismo era una asignatura preliminar. Y en todo caso, el periodismo es, como algún tiempo después me diría don Manuel Aznar, un tranvía al que hay que subirse en marcha y apearse en marcha. Todo escritor le debe mucho al periodismo, desde Azorín a Hemingway.

—¿Cómo se inicia su amistad con  Hemingway?

—Se encontraba Hemingway en España cuando cayó en sus manos un ejemplar de mi libro Baroja y su máscara, prologado por don Pío, en cuya portada aparecía este con un gato en los brazos. Hemingway se había confesado un barojiano que le debía mucho a Baroja. Me citó en el Hotel Felipe II de El Escorial, a través  de García Serrano, donde hablamos de don Pío y de gatos (tenía muchos en su Finca Vigía de La Habana) hasta que vimos la primera luz del nuevo día. Cuando se inició la competencia de Antonio Ordoñez y Luis Miguel Dominguín, fuimos seguidores de aquel duelo taurino y Hemingway escribió para la revista Life un largo reportaje en el que me cita.

Foto de Uxía Barrientos

—¿De todos los genios que ha conocido, quién le ha impresionado más en la distancia corta?

—Además de Severo Ochoa y Marañón, Baroja y Azorín, citaría a Césare Frugoni, eminente médico italiano que había asistido en sus últimas enfermedades a Marconi, Curzio Malaparte y al Rey Alfonso XIII. También he de citar a la Reina Victoria Eugenia y a Charles Chaplin.

—¿Qué puede decir de su amistad con Camilo José Cela?

—Ya he contado muchas veces que Camilo me cuidó como una madre cuando pasaba unos días en su casa de Palma de Mallorca, encamado por la llamada gripe asiática de 1957. El resto de su vida me recordó que entonces me había echado a los pies el capote del poeta sudafricano Roy Campbell. Lo que debía considerar normal era presentarse en mi cuarto a altas horas de la noche, en calzoncillos y camiseta de invierno, para preguntarme nimiedades. Tengo muchos motivos de gratitud hacia Camilo, que expreso en un libro no publicado.

—¿Y Francisco Umbral?

—Era el ser  de mayor talento de mi generación (se quitaba años), a quien había conocido en Valladolid. Entonces me hizo una entrevista para El Norte de Castilla. Ya en Madrid coincidíamos con frecuencia en actos literarios y nos citábamos en su casa de Majadahonda o en mi estudio para hablar de libros y editores. Umbral como columnista y Mingote como comentarista gráfico de la actualidad no han sido superados.

—¿Por qué ya no hay genios como aquellos?

—Depende de  lo que se entienda ahora por genio. Aquellos que ilustraron la vida del siglo XX son irrepetibles.

—¿A quién de cuantos ha conocido echa más de menos?

—A Severo Ochoa.

—¿Por qué sigue trabajando a su edad?

—No creo que pueda considerarse trabajo la lectura, cuando es un privilegio elegir en la biblioteca un libro y pasar las horas embebido en el pensamiento de Montaigne o de cualquier otro de nuestros escritores predilectos. En cuanto a la escritura es una facultad que no se domina nunca. Cuando Azorín cumplió noventa años y le pregunté qué pensaba en aquel día memorable, me respondió sonriendo: “¡Quién supiera escribir!”. En estas tres palabras aludía a su experiencia de que la escritura es un mar sin orillas, mientras que en la cita de Campoamor estaba implícita  mi condición astur.

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