Tengo un amigo que es mod. Lo era de adolescente y lo es ahora, con poco pelo, un Citroën Picasso y un hijo que dibuja chibis. Es un tipo peculiar, coleccionista de música, que ha construido su vida sobre la creencia de que no existe un solo álbum publicado después del 31 de diciembre de 1969 que merezca la pena ser escuchado. Tiene una colección de cientos de vinilos por la que yo mataría (Soul, R&B, Freakbeat, Rocksteady, Jazz…) y ni uno solo de ellos se sale de los parámetros de su propia religión. O quizá sí; porque hace unos años, en el día de su cumpleaños, una tía suya, viendo que su habitación estaba llena de discos, decidió regalarle el superventas del momento: «Poderoso como el trueno», una de las obras magnas de un grupo madrileño de Rock potente llamado Obús. Se pueden imaginar la cara que se le quedó a mi amigo.
Pues esa es la cara que se me queda a mí cada vez que me entero de que hay un parón de Selecciones. Ese momento en el que los equipos nacionales (de países que a veces ni lo son) se dedican a jugar amistosos y competiciones que había olvidado que existían. Atendiendo al tiempo que «pierdo» con esto del fútbol, alguno podría pensar que disfruto mucho con esos partidos imposibles entre delineantes de las Islas Feroe y multimillonarios de algún país del G-20, pero no es el caso. No disfruto nada. Ni siquiera cuando los partidos son entre profesionales, y, aparentemente, hay puntos en juego. Y tiene narices que diga esto alguien que hace pocos días se tragó el derbi de Sarajevo a través de un enlace pirata de internet o que en verano se vino conduciendo desde La Costa Brava para llegar a tiempo a Madrid y ver por televisión el Atlético San Luis-Atlético de Madrid (el partido más aburrido en lo que llevamos de Siglo XXI).
Podría parecer que no tiene mucho sentido, pero sí lo tiene. Al menos para mí. Al igual que me ocurre con la música, solamente soy capaz de entender el fútbol desde el vínculo emocional o desde la pasión. Nada más. Puedo llegar a entender y valorar el mérito técnico de una pieza de música que no me dice nada, puedo incluso escribir sobre ello por motivos profesionales, pero es difícil que le dedique voluntariamente alguno de mis momentos de placer. Eso es lo que me está pasando últimamente con la Selección Española.
Creo que el lector entenderá perfectamente que me resulte complicado apasionarme por estas fases clasificatorias; competiciones que se juegan cada varios meses, en el peor momento, y donde la mayoría de los partidos tienen tanto sentido como hacer que Rafa Nadal juegue la Copa Davis (y algún partido amistoso) mientras todavía se está disputando el US Open. Teniendo en cuenta lo apasionante que luego son las fases finales (lo digo sin ironía), no entiendo por qué no se le da una vuelta a este asunto. ¿Por qué no acotar todos los años las competiciones internacionales a esos mismos meses en los que se disputan mundiales y eurocopas? Serían temporadas más cortas (pero seguidas) y habría tiempo después para las competiciones internacionales. ¿Por qué nadie ni tan siquiera se lo cuestiona ahí dentro?
Pero lo que el lector puede que no entienda es el tema de mi vinculación emocional. Algo que perdí en algún momento después de ganar la Eurocopa de 2008 y que me sigue doliendo. Intentaré explicarlo.
Hasta ese año 2008, la Selección Española era un ente poco exitoso que no ganaba nada, y por cuya exclusividad nadie se peleaba. Eso hacía precisamente que fuese de todos. La desgracia suele compartirse más fácilmente que el éxito. A todo el mundo le gustaba ver a jugadores de su propio equipo en la Selección, pero eso no era óbice para sufrir en primera persona cualquier éxito y cualquier fracaso. Con ese espíritu común (pocos apostaban un duro por aquel equipo) se ganó aquella Eurocopa del 2008 y fue maravilloso. Ese día, en la fiesta improvisada que se formó en mi edificio, conocí a un montón de vecinos con los que hasta ese momento ni siquiera había cruzado palabra. En aquella Selección, que era la mía, no había un solo jugador del Atlético de Madrid.
El problema surgió a partir de ahí; cuando el «equipo de todos» se convirtió en un icono exitoso que interesaba controlar y rentabilizar. Cuando comenzó a explicarse en voz alta quién estaba legitimado a formar parte de aquello y quién no. Quién era bienvenido y quién era cuestionado. A qué jugadores había que reivindicar y a cuáles había que pitar. En el poder, de repente, estaban siempre los mismos (o parecidos). El entorno de la Selección pasó a ser un nuevo campo de batalla para que los equipos poderosos demostrasen su poder y su hegemonía. Lo que había sido un fenómeno heterogéneo, abierto y casi espontáneo se transformó en un lugar demasiado predecible. Aparentemente seguía siendo un sitio para todos, pero yo ya no lo entendía así. Sólo eras bienvenido si aceptabas como normales ciertas reglas que, lógicamente, no estaban escritas en ningún sitio. Ahora había personalidades, jugadores y estilos que, por alguna razón, no encajaban… Y no, no era opinión. Era dogma. Empezó a confundirse la idea de identidad con una especie de pureza de sangre que me daba mucho repelús y que, deportivamente, no estaba funcionando. Nadie cuestionó nada mientras el equipo seguía ganando; pero dejó de hacerlo. La fiesta se acabó, encendieron las luces y, ahora sí, los promotores de antes empezaron a poner distancia. El problema es que yo ya me había marchado.
Volveré, claro. No deja de ser mi casa. Lo haré en cuanto se aireen las habitaciones, recupere el ánimo y comiencen los partidos en serio. Llegando el verano, a ser posible.
El cortijo de Ramos, me recuerda a la época del que tiraba del carro, en fin…. Habrá que volver a renovarse como aquella vez.