Vientos del pueblo me llevan
vientos del pueblo me arrastran.
Me esparcen el corazón,
y me aventan la garganta.
Miguel Hernández
Querido P.:
En las horas antes de un derbi no soy persona de modo que, mientras el tiempo transcurría a paso de ciempiés, ayer recurrí a uno de los pocos analgésicos que conservo y para los que no requiero receta. Acariciando los lomos de mi exigua biblioteca –denominarla así constituye un desmesurado abuso-, mis ojos se detuvieron en la antología de Miguel Hernández que incluye, entre otros, el poemario publicado por el de Orihuela en 1937 y que tiene por encabezado el sugestivo título “Viento del pueblo”. No pude contener la sonrisa. En la semana del cruce de declaraciones entre Simeone y Zidane acerca de quién encarna el papel de equipo popular en España parecía de lo más pertinente hojearlo por enésima vez.
Soy consciente de que a ti el debate te resultará estéril y hasta ofensivo. El Madrid de tu época no admitía discusión en cuanto a su protagonismo entre las afinidades castizas. Con las escasas excepciones geográficas esperadas, los blancos suponían la elección predilecta de la masa, que, como mucho, a veces lo disimulaba con la boca pequeña mediante el empleo del subterfugio del “segundo equipo”, tras el de la ciudad o la provincia locales. Aunque en la mayoría de ocasiones ni eso, y de forma absolutamente comprensible. El pueblo, pese a lo que intentan vender algunos estetas admiradores de la nostalgie de la boue, se refocila lo menos posible en la miseria y la ignorancia. No ama la derrota como un destino poético, sino que quiere progresar, y, sin poseer excesivas ambiciones ni alharacas, sí que gusta de sentirse parte de algo más grande. De ahí la condición terapéutica que el Madrid tuvo durante décadas para tantos españolitos que, un poco como decía Cánovas, no tenían opción de enorgullecerse de otra cosa.
Existe un sector de prosistas colchoneros que, sin embargo, insisten en nutrirse del potencial conmovedor de la derrota y aprovechan la –cada vez menor- inferioridad presupuestaria del Atlético para apropiarse de una etiqueta popular en la que se reconocen más guapos. Hasta ahí poco que decir, cada uno está en su derecho de literaturizar el fútbol como le plazca. El problema viene cuando intentan estirar el concepto para que encaje como un guante en todos los rasgos e idiosincrasia del cholismo. Por ejemplo, cuando asocian “lo popular” a determinados planteamientos tácticos, crudos y poco vistosos, monopolizando sin complejos la cultura del esfuerzo –algo de por sí discutible: ¿acaso los apoyos al primer toque y el juego combinativo y fluido no requieren de largas horas de ensayo, quién sabe si más que los repliegues y coberturas?-. Simeone, más listo que el hambre, bebe de esas fuentes y trata de explotar la natural adhesión que el neutral suele regalar al más débil para convertir cada derbi, a base de sudor y honradez –valores sencillos-, en una suerte de conflicto moral entre dos formas de existir en el mundo; impostado teatrillo justificador en el que los papeles se repartan de manera inapelable. Y con eso, el Atlético de Madrid se teje una red de seguridad, digna y autosatisfecha que les permite mantener la cabeza alta si pierden y elevarla mucho más si logran la proeza de acabar con el Mal.
Por desgracia para el relato, basta con leer a Miguel Hernández para percatarse de que el recreo en la esencia del lumpen es más un divertimento de nuevos ricos que una actitud de quien pertenece de verdad a dicha clase social. Cuando el poeta valenciano miraba al niño yuntero –ese Joao Félix, todo talento y delicadeza, condenado a correr como un descosido: contar sus años no sabe y ya sabe que el sudor es una corona grave de sal para el labrador pasador-, no se complacía en el espectáculo, sino que deseaba liberar al chiquillo de su sino terrible. Del mismo modo que muchos aficionados rojiblancos, posiblemente los más llanos, se permiten hacer muecas y desearían un destino diferente cada vez que su entrenador se refugia en las tablas o realiza una sustitución más cicatera que humilde.
No estoy seguro de que acepten mis consejos, pero creo que el Atlético debiera alejarse del afán de exacerbada modestia que algunos de sus hinchas le atribuyen, en puro ejercicio instagramero de esteticismo –“fui a Sudamérica y es increíble con lo poco que son felices, qué envidia”-. Porque, como club históricamente grande que es a pesar de todos los discursos folclóricos, se merece mucho más que el mero regocijo en las carreras y las entradas fuertes. Como pudo comprobar el mismo Simeone en la final de la Copa de Europa en Milán, cuando tuvo al Madrid contra las cuerdas, pero, por ser fiel a un ideal excesivamente contenido, guardó la ropa y evitó arriesgar para conseguir la victoria antes de los penaltis. Con el desenlace por todos conocido.
Los bueyes doblan la frente, / impotentemente mansa, / delante de los castigos: los leones la levantan / y al mismo tiempo castigan / con su clamorosa zarpa.
Nunca medraron los bueyes en los páramos de España.
Saludos afectuosos.
P.
Uno de los valores principales «del pueblo» es la humildad, esa que lleva a no estar constantemente dando la brasa al mundo entero con los éxitos obtenidos.
Otro de los valores «del pueblo» es la igualdad de clases, todos son iguales, no existen ni estrellas ni estrellitas (por muchas camisetas que vendan).
Y finalmente, entre los atributos «del pueblo» no figura la opulencia, y si, 300 millones de euros marcan una diferencia clara entre uno y otro.
Soberbia, clasismo y opulencia. Demasiado para cualquiera y mucho más para Miguel Hernández.
[…] a su adversario vecino, casi siempre aludiendo a presuntas características extradeportivas. Mucho se ha escrito sobre esto, pero quizá habría que dejar de poner el foco en las supuestas diferencias de carácter […]