Uno a veces piensa que la camiseta del Real Madrid es blanca para facilitar el volcado en ella de todas las obsesiones, múltiples y dispares, que cada aficionado rumia en soledad. Como si de un lienzo se tratase, y los jugadores constituyesen las figuras de un test de Rorscharch en movimiento en el que proyectar las neurosis. Neurosis que, pese a su florida variedad, tiende a desembocar, tanto en la prueba psiquiátrica como en los partidos del Madrid, en una interpretación compartida: las sombras siempre terminan sugiriéndonos bizarras posturas sexuales y los madridistas siempre acabamos gritándole a dónde va a Lucas Vázquez.
Los leitmotivs de moda esta pretemporada traen ecos marxistas —y no de Groucho, como algún malintencionado querrá apuntar tras el partido contra el Atleti—. Específicamente, evocan la Cuarta Internacional y a Trotsky. Se trata de la revolución permanente y la revolución traicionada. El primero es un concepto en absoluto ajeno a las rutinas merengues del resto del año, en las que a cada empate se entra en zozobra, solo que hipertrofiado coyunturalmente en estas fechas por la sensación de ausencia de rumbo. El club vive inmiscuido en una eterna efervescencia, devorando a sus hijos a medida que los va engendrando. Los nombres concretos importan menos, la cuestión principal radica en la perpetua guillotina —o mejor, el piolet— y la necesidad constante de reinvención. Por otro lado, el segundo sí constituye un paisaje más singularmente referido al estío de 2019: se está construyendo un consenso, aún impreciso e indefinido, según el cual el Madrid habría perdido la oportunidad de efectuar una limpieza general, revolucionaria, para seguir en manos de los jerarcas del césped que tantas alegrías nos proporcionaron en el pasado, tristemente ahora aburguesados.
La dialéctica marxista siempre resulta sugestiva, y más en el equipo de Paul Breitner, pero conviene no excederse. Puede que, efectivamente, la transición del once del 4/5 –un auténtico plan quinquenal, y no los de la URSS— ofrezca muestras de un esclerótico rastro de anquilosamiento, casi se podría decir que burocrático. Pero de ahí a concluir un agotamiento total y un desmorone comparable al soviético va un trecho tan enorme como el que recorre el transiberiano. Cierto que en el verano en el que los millennials descubrieron Chernóbil por obra y gracia de Netflix, la tentación de la metáfora se manifiesta evidente. No obstante, que sepamos, a estas horas a Zidane aún no le ha salido la mancha de Gorbachov en la calva. Fichando un poco de estajanovismo para la medular y algún fuego de artificio para la delantera, la carrera espacial con el reaganismo despilfarrador azulgrana no tiene por qué estar perdida de antemano.
Trotsky siempre diferenció entre la táctica, el arte de conducir operaciones aisladas, y la estrategia, el arte de vencer. Zidane, mucho mejor estratega que táctico, ha derrotado a todos los Ramones Mercaderes que el destino le ha ido colocando enfrente. Si saldrá triunfante también de su misión más difícil, el tiempo lo dirá. Mientras tanto, el madridista continuará clamando por la revolución. Está en su naturaleza.
Muy interesante la inmersión en la historia a partir del comportamiento del equipo blanco en esta pretemporada; lástima que para muchos les suene a chino, pues es un campo poco rentable y denostado en estos momentos en nuestra sociedad. ¡A ver qué resulta!
[…] que la famosa revolución de la plantilla madridista podía paliarse e incluso evitarse con dos buenas incorporaciones, una en el mediocampo (¿Valverde?) y otra en la delantera, no tiene mucho sentido cebarse con el […]