El máximo goleador del Atlético de Madrid de los últimos años, un señor francés de cuyo nombre no quiero acordarme, comunicó hace un par de meses que su fidelidad colchonera no era tal. Que la lealtad por ese equipo que había llegado a hipotecar parte de su esencia para retenerlo en nómina era tan escasa como su propio sentido del ridículo. Otro de los campeones del mundo de aquella plantilla tomaba una decisión parecida. Bajándose del barco antes de tiempo (como hemos sabido que también hizo su compatriota), acabó poniendo dirección a las prósperas tierras de Baviera. Una de las promesas emergentes del equipo, un antiguo canterano amante del pase atrás y la camiseta por dentro, apoyándose en los seductores versos barrocos de Pep Guardiola, eligió olvidarse del romanticismo que decoraba su discurso reciente para marcharse por la puerta de atrás hacía uno de los templos más pudientes del fútbol pudiente. Godín, capitán y epicentro de la historia reciente de la institución, escogía culminar su exitosa carrera en tierras italianas. Juanfran y Filipe Luis terminaban contrato y no iban a renovar.
Hace dos meses, aparentemente, el panorama del Atlético de Madrid era desolador. Un barco lleno de achaques y carente de rumbo. Un proyecto agujereado y gastado. Vacío. Con mucha masa y poco lustre. Con más dudas que referentes. Un proyecto acabado, sin cimientos sólidos, que convivía con una gerencia dubitativa y una afición deprimida, impaciente y enfadada, que además se había vuelto especialmente caprichosa. Simeone, culpable no sólo de todo lo anterior sino también del cambio climático, de la incertidumbre del IBEX 35, del auge del reguetón y del leísmo castellano, era una rémora que impedía el crecimiento de la institución. El futuro, con ese panorama, como mínimo, era incierto.
Hoy, dos meses después, curiosamente, el Atlético de Madrid encabeza la clasificación liguera. Lo hace con una sonrisa en la cara y seis puntos obtenidos de seis puntos disputados. Con cero goles en contra y con una plantilla equilibrada que prácticamente está cerrada desde hace semanas. La afición ha recuperado el orgullo y rezuma un optimismo juvenil que hacía tiempo que no se recordaba. En el equipo juega incluso uno de esos nombres de los que habla todo el mundo y que, en circunstancias «normales», estaría formando parte de alguno de los equipos que fortalecen la asimetría de la competición. Siempre habrá alguien que «exija más» o que demande jugar «a otra cosa» pero eso, para mí, son fenómenos extranjeros que tienen más que ver con publicidad subliminal o las técnicas psicosociológicas para controlar el discurso que con la realidad.
¿Qué ha pasado entre medias? Pues no lo sé bien. Puede que no sea más que un espejismo, fruto de la casualidad, o puede que, ¡qué locura!, haya sido el resultado de un plan cimentado en la lógica. Especulemos. Supongamos que alguien en el Atlético de Madrid se hubiese dado cuenta de que la temporada pasada, independientemente de los resultados (y por supuesto también del juego), fue extraña. Que el esfuerzo sobrehumano por retener a Griezmann provocó un equipo demasiado centrado una sola figura. Una que, además, resultó ser poco fiable. Supongamos que ese lastre económico fue también deportivo, al impedir la renovación del resto de la plantilla mientras el motor del proyecto pensaba en la NBA y la situación inmobiliaria de Barcelona. Supongamos que alguien del Atleti hubiese reparado en que el ritmo de juego de un equipo tradicionalmente físico estaba marcado por el tempo de jugadores que se encontraban en la fase final de su carrera. Supongamos que eso hubiese afectado a la velocidad e intensidad del juego de un equipo basado en la intensidad. Supongamos que las fuerzas en el vestuario estuviesen tan consolidadas y que ya no hubiese espacio para la evolución o la simple renovación. Supongamos que se hubiese resentido la fe colectiva en el proyecto cuando en algunos casos, como luego se ha demostrado, se estaba pensando en el ombligo propio, y en otros, habiéndolo dado y ganado todo, había preocupación por conseguir un buen último contrato. Supongamos que el plan hubiese sido que el nuevo Atleti se pareciese al viejo Atleti, ese al que ya no se parecía. No sé. Puestos a suponer…
La Liga acaba de comenzar y no tenemos ni idea de lo que puede deparar el futuro, pero hablen con un colchonero cualquiera y observará que el brillo de sus ojos tiene algo que no estaba ahí hace dos meses. Se llama ilusión. Esa especie de voz interior que te hace encarar el futuro con optimismo. Esa especie de energía mágica que te quita las penas y el miedo a enfrentarte con lo que pueda pasar. La ilusión no se come, dirá algún enterado, igual que dijo la mujer del famoso coronel de Gabriel García Márquez. «No se come, pero alimenta», replicó el mismo coronel. Me vale.
La ilusión, como siempre, es ver a nuestro Atleti, el rival no deja de ser un mal necesario.Bienvenido Ennio.