Lo peor que le puede pasar a uno, metafóricamente hablando, no es estar muerto, es estarlo sin ser consciente de ello, como ocurría en El Sexto sentido. Todo resulta extraño y carente lógica, como una pesadilla sin fin en la que sus protagonistas continúan viviendo ajenos a la realidad repitiendo gestos y comportamientos que en otro tiempo ejecutaron miles de veces, como si eso les fuera a devolver la vida que ya no poseen.
Aunque en un tiempo pasado fuésemos protagonistas principales de la escena en que nos desenvolvíamos, el inexorable avanzar de las agujas del reloj, con su tic-tac a modo de bomba retardada, acabará por sacarnos de la escena. Lo queramos o no, la mayoría de mortales estamos condenados al olvido y los que no llegará un momento en que solo serán recuerdos: nadie puede ser para siempre. Para cuando llegue el momento de pasar a segundo plano es bueno que hayamos asumido nuestro nuevo rol de personaje secundario o correremos el riesgo de convertirnos en una parodia de nosotros mismos, como hidalgo Toledano caído en desgracia o, si lo prefieren, visto desde un punto de vista más jocoso, como el personaje de la fracasada Estela Reynolds, brillantemente interpretado por Antonia San Juan en la serie La que se avecina. No hay cosa que represente mejor la ridícula reticencia a aceptar el paso de tiempo que ese hombre entrado en años que nos encontramos todos los veranos en la piscina, incapaz de asumir con dignidad su alopecia, sacando la cabeza del agua y apresurándose a acicalarse el emparrado o cortinilla que cuelga de una de sus sienes causando la risión de la juventud circundante; porque ya lo dice el refrán: los calvos con melena, son feos y dan pena.
Quizá nadie haya descrito tan acertadamente esta negación de la realidad, del ocaso, que conlleva el paso del tiempo y la enajenación mental que produce en las personas que se aferran a un pasado de esplendor que ya no existe —salvo en el recuerdo de sus días de gloria—, como lo hizo Billy Wilder en su magistral Sunset Boulevard, en 1950. Wilder escogió acertada e intencionadamente esa ubicación para ilustrar la decadencia del ser humano, por tratarse del lugar donde residían la mayoría de estrellas de Hollywood y por su metafórica alusión al ocaso de la vida, personificado en una actriz venida a menos, reticente a aceptar su decrepitud. No menos acertado ha querido el destino que sea el lugar —a la rivera de la Capital del Mundo, en el Metlife Stadium, casa de los Jets y los míticos Giants— dónde se haya escenificado el crepúsculo de los dioses del Real Madrid; las grandes tragedias precisan de grandes escenarios.
Que el equipo blanco estaba en franca decadencia es algo que se intuía de un tiempo a esta parte, más cuando Zinedine Zidane renunció a seguir entrenando dicho grupo aduciendo por un lado estar gastado y, por otro, que ya le era imposible seguir cosechando éxitos con los mismos hombres. Pero esa intuición transmutó en realidad palmaría cuando no fueron suficientes dos entrenadores de distinto perfil: uno condescendiente, pero meticuloso en su trabajo, y otro de aire más castrense e intransigente y menos amante de la geometría —el ying y el yang— para reconducir una nave que iba a la deriva, sin timón y sin capitán.
El equipo requería de una renovación inaplazable, pues el tiempo no perdona ni tan siquiera a los que han sido los más grandes; pero entonces Zidane nos cambió el paso a todos los que pensábamos que de su mano y su retorno se iba a producir el ansiado cambio. Y hasta aquí hemos llegado, con un equipo formado por un grupo de hombres que en su mayoría ya han jugado sus cien mejores partidos con la camiseta del Real Madrid, con los vicios de los que aún viven pensando que siguen siendo las estrellas que un día fueron, pero cometiendo los errores propios de quien ha visto pasar los años por delante de su ventana y ya no sostienen una mínima comparación con lo que ellos mismos fueron.
Si en el terreno de juego habíamos asistido a una faena de ovación y vuelta al ruedo, donde cada gol se enjaretaba cual afilada banderilla en los corazones blancos y donde el equipo estuvo toda la noche a merced del capote y la muleta rojiblanca, no fue hasta la rueda de prensa y las declaraciones posteriores que recibimos el descabello y la puntilla: «Nos lo hemos tomado como un partido de pretemporada y ellos no», declaro nuestro capitán, dejando entrever que ellos están por encima de según qué partidos. Ahí fue cuando comprobamos, con un punto de cierta tristeza, que Sergio Ramos encarnaba fielmente —tal como lo hizo en su día Gloria Swanson— el papel de una decadente Norma Desmond cuando afirma de forma altiva: «Sigo siendo grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas».
Sería bueno que alguien le recordara a nuestro capitán que si el Real Madrid ha llegado a ser el club de fútbol más laureado de la historia ha sido precisamente porque para nuestro club no ha habido nunca partidos que se pudieran despreciar o en los que nuestros jugadores no dieran lo máximo, ya fuera en una competición oficial, en un partido amistoso e incluso en un partido de entrenamiento. Si hemos llegado a ser los más grandes es porque, como dijo Santiago Hernán Solari, el Real Madrid jamás desprecia a nadie, nunca, bajo ninguna circunstancia; y yo pondría, por añadidura, porque siempre dignificamos el propio juego y honramos nuestro escudo.
Es hora de que alguien acabe ya con esta farsa antes de que nos hagamos más daño. Es inútil que nos sigamos engañando y que nos sigan engañando. No soportaría volver a contemplar la grotesca imagen de nuestro capitán en rueda de prensa justificando un nuevo desaguisado ante las cámaras, pavoneándose cual Norma Desmond descendiendo las escaleras en la escena final de Sunset Boulevard, completamente ajeno a la realidad, después de un enésimo bochorno, repitiendo el mismo mantra de todos los días: Ellos han salido más concentrados al partido. Las excusas, por muy buenas que sean, también tienen fecha de caducidad.
Tempus fugit, irremediablemente para todo, lamentablemente para todos.