Hace treinta veranos, él aún no había cumplido los 29. Llevaba coleta. Tenía una cara de perdonarte la vida que no admitía simpatías. Tampoco nos lo imaginábamos cara al público. Nos parecía un arrogante parisino. Nos resarcíamos de su arrogancia llamándole gafotas, deseando verle derrotado. De hecho, su derrota el último día en París en aquel Tour del 89 fue nuestra victoria. Así entendíamos a Laurent Fignon (1960-2010), que hoy ya lleva nueve años fallecido. Un cáncer de páncreas se lo llevó a los 50 años. Pero, antes de marcharse, escribió un libro que fue una parte inolvidable de su herencia, una manera de reconciliarse con el mundo: Éramos jóvenes e inconscientes.
El día que leí ese libro creo que cambié de opinión. Me encariñé con él como hubiese imaginado cuando apareció casi de la nada en el Tour del 83 y como no hubiese supuesto en el Tour del 89, en el que todos queríamos que le ganase Greg Lemond y él no hacía nada por remediar esa sensación. Pero la literatura obra milagros, capaz de cambiar el concepto que uno tiene de tipos como Laurent Fignon. Un hombre que relata en el libro el día en el que le comunican que tiene un cáncer muy avanzado, que esto se acaba y que ya no tiene solución. Nos preguntamos entonces si la vida es justa, si merece la pena ganar dos Tours de Francia y morir a los 50 años. Nos preguntamos entonces si vale la pena y yo no sabría contestar, pero sí entiendo que todo eso revaloriza la nostalgia de un personaje, pese a todo, fascinante. Un ciclista que hasta el final de su carrera fue un hombre valiente que nunca dejó de crear oportunidades. Nos molestase o no, siempre fue así. Y eso tenemos que agradecérselo a él, que fue un competidor enfermizo.
De hecho, aquel Tour del 89 fue una oportunidad que ya no creíamos destinada para él. Desde la lesión del 85, teníamos la idea de que Fignon ya no volvería a estar ahí, de que ya se le había pasado el arroz y de que ya no regresaría el ciclista que arrasó en los Tours del 83 y, sobre todo, del 84. Pero, precisamente, por eso Fignon hoy no sólo es un ejercicio para nostálgicos. También es una prueba de que un animal herido es peligrosísimo. Y en aquel Tour del 89, el que iba a perder en la contrarreloj del último día en París, Fignon, sin ser el mejor en nada, no fue el mejor por culpa de ocho segundos. Por eso dio una prueba brutal de supervivencia. Una exposición imponente del orgullo. Su éxito, en realidad, fue llegar líder hasta la contrarreloj del último día en París, atacar defendiéndose, defenderse frente a esas tendinitis suyas mil veces repetidas.
Quizá por eso hoy entiendo que Fignon fue el antihéroe necesario en aquella época. Que es imprescindible gente así en cualquier parte, en el Tour y en nuestra comunidad de vecinos. Sin él, aquella etapa no la recordaríamos igual. Y fue una etapa tan maravillosa para el ciclismo… Una etapa en la que media España sabía de ciclismo… A nadie se le ocurría echar de menos el fútbol en el mes de julio, porque estaba el Tour de Francia. Estaba Perico Delgado frente al resto del mundo: toda esa incertidumbre. Aquellas conexiones de las radios desde primera hora de la mañana. Y entonces uno, de vacaciones, tenía tanto tiempo libre que no se perdía ninguna de las conexiones con Javier Ares y Pepe Gutiérrez, que era la pareja de enviados especiales de la radio de José María García.
Pero es que aquel ciclismo nos educó así. Desde el inicio podía pasar cualquier cosa. Los directores preferían la intuición a la calculadora. Los aficionados resumíamos la tecnología a las ruedas lenticulares que empezaban a gobernar las contrarreloj. Todos éramos la voz de Pedro González en televisión. Es más, recordar su voz es echarle de menos, mandarle un abrazo al cielo, donde marchó a los 48 años por culpa de un infarto una noche mientras dormía. Y recordarle también es imaginar que en alguna calle del cielo Pedro se habrá encontrado alguna vez con Fignon. Y entre los dos habrán recordando la importancia del antihéroe, la necesidad del ciclista que cae mal a todo el mundo, porque imagino que Fignon ya no será ese tipo arrogante de antes.
Pero entonces alguien tenía que representar ese papel. Desaparecido Hinault, no hubo nadie que se ofreciese como él. Y se lo agradecemos, porque ese tipo de gente hacen mejores a todos. Incluidos los recuerdos, sobre todo, de aquel Tour de Francia del 89 cuya memoria a mí, personalmente, me vuelve loco. Me traslada a un mundo que veía perfecto, a las emociones infantiles que transmitía el nombre de Perico Delgado y al alegrón que nos pegamos aquella tarde cuando vimos que sí, que Greg Lemond llegaba a tiempo para cargarse a Fignon en París. Y lo hizo de la manera que más podía dolerle a él y alegrarnos a nosotros, en su ciudad y por 8 segundos, hasta que leímos su libro. Y entonces le pedimos perdón. Fue el último legado en la tierra de un tipo único: Laurent Fignon.
Yo a Fignon le odie (deportivamente) mucho tiempo. Escuche que perido aquel Tour justo antes de despegar en un viaje de avion, y querria haberlo celebrado con alguien. Pero tambien le admire mucho; era un chulo maleducado, pero tenia toda la clase que queria, y con el tiempo paso de ser uno de los «malos» a ser de los «buenos», cosa que Hinault nunca hizo, por ejemplo, ni Armstrong. La primera vez que le vi ganar algo fue en la Vuelta, era el gregario de Hinault… aunque nadie se lo dijo o el no se lo creyo. Era un tipo que se vestia de amarillo y atacaba, y luego atacaba mas. Desde luego un estilo ciclista a siglos de distancia de los pinganillos, el GPS y los potenciometros.
[…] a un montón de fuentes y con cierto aire, eso sí, de superioridad anglosajona. Vamos, que Laurent Fignon es el malo. Perico… bueno, Perico resulta más bien el tarambana simpático que anima el grupo pero no se […]