Hace siete años que murió Preciado. Murió entonces una parte de Cantabria, de los futbolistas de antes, de los entrenadores de siempre y de los hombres que nunca se daban por vencidos. «Cuando murieron mi mujer y mi hijo tenía dos opciones», recordaba siempre. «Tirarme de un puente o seguir adelante. Decidí lo segundo». Pero Manolín Preciado era así, un hombre que defendía que «no hay mejor manera de respetar al rival que meterle el máximo número de goles que puedas». Y eso que él fue un futbolista discreto, de los que no ganó tantos partidos, de los que vivió al día en multitud de lugares, de aquellos que se declaró en huelga para reivindicar que los futbolistas también tenían derecho a estar dados de alta en la Seguridad Social. Tenía ese bigote. Tenía esa pinta jacobina, exactamente como en la fotografía que acompaña este texto. También ganó menos dinero del que le prometieron en aquella Segunda B, en aquellas capitales de provincia en las que Preciado no vivía de su talento, sino de su bravura. Podría haber sido el doble de Camacho el día que Camacho no dejó moverse a Kevin Keegan. Pero las pocas veces que Preciado jugó en el Bernabéu fue de visitante. No era un futbolista relevante. Siempre recordaré su cromo como uno de los más fáciles en los álbumes de la época, sobre todo en aquel Racing que compartió con Alarcón, Mantilla, Verón, Damas y Quinito, incluso.
Luego, fue un entrenador demasiado especial con esa descarada facilidad para hacer grupo. Y toda la capacidad que le faltó para diferenciarse con la pelota, la tuvo con la palabra, con esa voz grave con la que convirtió cada rueda de prensa en una oración. Triunfó entonces de forma abundante. Se hizo querer sin necesidad de darnos lecciones. Nos demostró que esa es la gente que realmente llega, que el traje y la corbata están bien pero que hay cosas más importantes como siempre defendió él, desde que la pelota se puso en juego. No sé si fue con Preciado o con Geñupi con quien iniciamos en el diario Alerta una sección «¿qué fue de ellos?», pero sí sé que el día que le tocó a él me lo agradeció de veras. Él estaba en las categorías inferiores del Racing que lideraba Boli (José Manuel Gómez Solana) y en aquel momento no se podía vislumbrar a Preciado como un entrenador importante. Me equivoqué. Preciado no era la forma de vestir, sino esa mente buena e inquieta, capaz de resumir el fútbol en dos patadas. «Nunca en mi vida he ido a un campo a perder». Y, sobre todo, era un hombre de la corriente de Nando Yosu que se nos fue en 2016, cuatro años después, tras ser derrotado por el alzehimer. Así que ahí arriba, en el cielo, imagino que estarán hoy los dos hablando de fútbol, envenenados de felicidad esta semana tras el ascenso del Racing. Yosu con esa voz lenta, bajita, para no molestar. Preciado, sin embargo, alterará a la sala con sus modos, con sus voces, Mayo del 68 metido en un solo hombre. Y lo que es más importante: seguirá emocionando a la gente como hasta hace siete años pasaba aquí abajo, en la tierra. Tenía 54 años cuando se fue.
Este si que era Top. No otros con ligas y champions