La mera disyuntiva es penosa, el mero hecho de dudar es triste y el mero hecho al horno con patatas en rodajas y limón, excelente; pero no me dejen que me vaya por las ramas ni las olas del mar tampoco, porque el trasunto es serio, porque donde haya un plato de jamón, quítenme ustedes de encima esos engorrosos crustáceos de cabeza gorda y textura de polipropileno expandido, también llamado corcho blanco que deja olor en las manos durante el resto del día…
El jamón, alimento de los dioses, es sutil, sublime, delicioso, nutritivo, sensual y afrodisiaco. Dios hizo el mundo en seis días y, el séptimo, creó amablemente el cerdo ibérico con el indisimulado fin de que sus piernecitas traseras sirvieran o sirviesen de sustento a la felicidad individual y de unión para las parejas, así como momento de asueto para las familias de bien. Nada hay más triste que le pongan a uno en cualquier celebración un triste platillo de bichos rosados, en sus variadas gamas cromáticas, y que el público en general comience a hacer palmas con las orejas deleitándose extasiado en el momento y dando loas a los bichos, en vez de preguntarse en voz alta, haciendo apuestas incluso, cuál habrá sido la marca del fármaco que le habrá sido administrado a mansalva en una piscifactoría ecuatoriana o vietnamita.
Un solo chupetón de cabeza de langostino vietnamita nos inmuniza contra el catarro de aquí a 2028, porque el marisco importado ha hecho mucho más por nuestra salud en estos años que el Ministerio de Sanidad en su dilatada historia. Pero si alguien además grita como un altavoz en medio de un mercado las cualidades del susodicho crustáceo, características fisiológicas, así como zona FAO, latitud y longitud donde fue pescado solo por el brillo de los ojos del bicho, levántense con cuidado y enciérrense en el servicio para evitar escuchar que, por supuesto, la semana anterior se comió, no unas gambas muy buenas o riquísimas, sino las mejores del mundo porque sabe donde comprarlas y nadie lo engaña.
Dicho esto y, por si lo dudan, gentes de poca fe, he de aseverar sin temor a equivocarme, que no hay jamón malo. No existe. Los habrá mejores o peores e incluso excelsos, pero un jamón es un jamón, y un buen plato de jamón evita desastres, desde el divorcio a una guerra, aunque la felicidad de evitar un divorcio dependerá del punto de vista del interfecto que disfrute de la susodicha interfecta y viceversa. No digo que haya que estamparle el plato de esos bichos multipiérnicos al camarero o anfitrión que amable o forzadamente los trae, no es eso, aunque nos lo pida el cuerpo; solamente que hay que dejar bien patente con estudiada mueca el desdén que nos produce dicho plato y el disgusto que nos ha producido ver eso encima de nuestra mesa en vez de un plato de muslillo de cochinillo salado y curado.
No se tiene conocimiento de que los romanos comiesen gambas, ni los fenicios, mas sí de que inventaron el jamón… ¡Qué fenicios, oiga! ¡Vaya pueblo! Inventar el libro, la navegación a vela —o sea, los yates— y el jamón sólo está al alcance de unos pocos elegidos, y a no dudar ellos lo eran. Si alguna vez alguien que dice apreciarlo lo invita a su casa o a un restaurante y pide gambas, desconfíe, pues nada bueno lo acecha sino asechanzas, así que queda usted moralmente ungido para levantarse y marcharse para siempre sin volver la vista atrás.
El jamón llega a cuotas mas altas de calidad, sin duda… pero tampoco hay que hacerle ascos a gambas que no los merecen.
Y si hubiera que compara lomo con jamón?