Tigre, tigre, fuego que ardes
en los bosques de la noche.
¿Qué ojo o mano inmortal
pudo idear tu terrible simetría?
William Blake
(El tiro libre va fuera, hay un palmeo impreciso entre varios jugadores, y el rebote lo intercepta Rudy, que bota el balón y corre fuera de la pintura.)
El segundo partido de la final sí responde a las expectativas previas: una jungla cuya espesura está constituida por una maleza de brazos subiendo y bajando, contactos constantes destinados a minar fluidez y confianza. Los papeles se reparten según lo esperado. El Madrid no consigue seguir el ritmo y el Barcelona se asienta desde el comienzo: prietas las filas atrás y adelante siempre bajo la batuta de un excepcional jugador, Heurtel, decidido en el día D a exprimir su inmenso talento como nunca antes.
(Por el rabillo del ojo, Rudy ve que Pangos lo persigue, así que suelta el balón, como en un descuido, en las manos de Llull, mientras continúa su carrera. Pangos cae en la trampa y no puede rectificar a tiempo, dejando a Sergi un camino expedito hacia el aro.)
Al equipo blanco no le entran los triples, con lo que la producción ofensiva de sus bases no puede imitar los atajos del primer encuentro. Campazzo se va desquiciando poco a poco, pues a la impotencia en ataque se le suma la superioridad manifiesta de su homólogo francés. Tampoco hay alternativas mucho más claras, apenas unos posteos de Ayón contra Oriola permiten que el casillero madridista no caiga en el ridículo. El FCB, por su parte, tiene las ideas perfectamente asimiladas. No hay cuartel. Heurtel continúa percutiendo sobre la salud mental de sus rivales y el siguiente en la lista, Taylor, abandona el parqué en un monólogo interior repleto de dudas existenciales.
(Llull salta después de botar y se suspende en el aire mirando a la canasta, como en tantas otras ocasiones, sabedor de que Pangos ya no va a alcanzarlo. Pero en el último momento, atisba unas manos que le hacen señales en el otro lado del campo, y cambia de idea. Se trata de ese tipo de impulsos, repentinos e inexplicables, que llevan a uno a suicidarse o a echarse la siesta.)
El Madrid tiene arreones tras el descanso, incluso llega a empatar o adelantarse en el electrónico a base de casta, con un Carroll que, lanzamiento a lanzamiento, discretamente va construyendo un partido glorioso a la sombra del que fabrica el base culé en el que se centran todos los focos. Supone un espejismo, a cada parcial merengue se responde con un par de penetraciones y canastas fáciles, así como con la firmeza y determinación de los Claver, Hanga y Oriola, ceñudos mosqueteros que escoltan al D’Artagnan de Béziers. La selva se cierne en torno a los madridistas, que para entonces ya han comenzado a repartir palos también, aunque de manera más desordenada. Laso intenta improvisar a medida que transcurren los minutos, y hasta prueba con Reyes en el último cuarto. El capitán se pierde ante la frondosidad, en el enésimo naufragio de la noche.
(La pelota llega a Carroll, y, una vez iniciada la mecánica de tiro, un mercancías valenciano viene en tromba para arrollarlo. Se produce entonces el gesto crucial del partido, quién sabe si de la final. Con un laconismo casi insultante, el mormón le enseña el balón a Claver para a continuación botarlo, sin alardes, mientras efectúa un elegante desplazamiento lateral a su izquierda. Toda la contundencia física del Barcelona, coyunturalmente materializada en un jugador, burlada casi sin querer, con una coreografía austera, humilde, como la de quien espanta una mosca.)
A falta de menos de dos minutos el Madrid pierde por nueve, e inicia una serie de cargas a la desesperada, Llull mediante. No parece suficiente, pues restan 27 segundos y la distancia es aún de cinco puntos. Los árbitros conceden un polémico saque de banda al equipo azulgrana, que por primera vez da signos de duda, tan cerca del éxito ya, y Pangos agota miserablemente el tiempo para sacar. Un triple de Randolph y una rápida falta sobre Claver dejan al Madrid la última opción al milagro, pero el follaje húngaro sabotea el posible triple del menorquín, condenándolo a dos tiros libres que, con 77-80, parecen insuficientes. El entrenador, casi resignado, coloca a todos sus tiradores en pista, por lo que pueda ocurrir. Carroll lleva en ese instante 22 puntos.
(La parábola del lanzamiento es perfecta, y la bola entra limpia. El Palacio entra en éxtasis. El Madrid ha ganado.)
Muchas lecciones debe aprender el equipo de Laso de este segundo acto de la final. La telaraña de Pesic fue efectiva durante todo el desarrollo del juego, y los blancos estuvieron a rebufo en cada instante. Si quiere finiquitar la liga en Barcelona, el Real Madrid deberá llevar el encuentro a sus intereses: la intimidación de Tavares, el protagonismo de Campazzo, la generación de ventajas para sus tiradores. Y, por encima de todo, disputarlo en campo abierto, y no en la oscura jungla a la que se vio abocado anoche. Con la certeza, eso sí, de que, aún en los peores escenarios, casi siempre tiene un comodín salvador.
(Jaycee, Jaycee, fuego que ardes en los bosques de la noche. Qué ojo o mano inmortal pudo idear tu terrible simetría.)
Sin palabras. Una obra maestra.
Otro más en el haber de este joven escritor del periodismo.