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Final ACB, acto IV: Quién quiere vivir para siempre

Who wants to live forever?
Forever is our today.

Queen

Existe todo un abanico de tipos de artistas, pero, al igual que los mandamientos, grosso modo se pueden resumir en dos. Aquellos cuya ambición consiste en hacer algo bueno, y aquellos que quieren que lo que ellos hacen sea considerado bueno. Es decir: adaptarse al mundo o adaptar el mundo. Hace unas horas que acabó la octava temporada de Pablo Laso en el Real Madrid, y aún no soy capaz de concluir en qué categoría de ambas sería más preciso incluirlo. Pero, hoy más que nunca, resulta necesario hablar de Laso, pues su perfil bajo suele implicar cierta condescendencia por parte de sus detractores, que se cuentan por legiones. Cuando el Madrid gana es pese a Pablo, y, cuando pierde, el culpable tiene origen vitoriano. Si bien, tras lo de anoche, los fiscales del cinismo tendrán más difícil la caricatura.

Hasta ayer, el Barcelona se había mantenido vivo en la serie gracias fundamentalmente a tres pilares: una defensa bordeando los límites del estado de derecho, el rebote y Thomas Heurtel. Con un par de movimientos tácticos de una arrolladora simpleza, el entrenador del Madrid desarticuló dos de las tres claves blaugranas. Colocó a Campazzo sobre el base francés del Barça en un marcaje individual asfixiante y mandó a Tavares a pelearse por el rebote ofensivo a la zona culé, alejándolo de sus labores como bloqueador en la línea de triple. Mientras Pesic calculaba cuántos alfiles podía sacrificar en su partida de ajedrez, Laso pateó el tablero y puso el parchís, mucho más castizo.

Heurtel, capital en la final hasta entonces, se diluyó hasta recibir una desmesurada (e injusta) bronca de su técnico, y el contaje de rebotes mostró un inesperado 27-42 en favor de los madridistas. Una poción mágica consistente en defensa individual al bueno y acercar el pívot al aro, casi da hasta risa escribirlo. Como aquella charla de Zidane en el descanso de la Duodécima en Cardiff: “El fútbol es esto. Jugamos por fuera, centro y marcamos”. Algo tienen en común ambos, y no me refiero a los trofeos ni a la alopecia. En una sociedad repleta de banales semicultos que se obstinan en reinventar la pólvora acoplando prefijos en inglés a conceptos más viejos que el hilo negro, una pátina de sencillez se agradece tanto que incluso llega a conmover. Saes, ¿no?

El resto del guion no tuvo excesivos cambios. Los triples del Madrid continuaron entrando, aún más incluso que en el tercer acto, con la innegable placidez de quien sabe en su poder el comodín del quinto partido en el Palacio. El FCB volvió a encontrarse a rebufo, pero esta vez con la desazón de haber sido despojado de sus mejores armas. Ni siquiera un aislado parcial de 14-2 en el final del primer cuarto les aportó algo de oxígeno. Casi hasta parecían incómodos basando sus réditos a partir del perímetro, como esos aplicados alumnos que odian improvisar. En la pintura Cabo Verde imponía su ley, y las caras de los jugadores culés enfilando el túnel al descanso tenían una expresión más desalentada que las que suele provocar un 33-37 en el electrónico.

Tras la reanudación, el Madrid pisó el acelerador, y, sin necesidad de que sus estrellas estuviesen especialmente brillantes —excepción hecha de Campazzo, al que ya va siendo hora de otorgarle ese estatus: con su 1’78m se trataría de una enana blanca—, comenzó a dilatar las ventajas. Fabien Causeur acudió puntual a su cita con las finales, probablemente con el borrador de la renovación bajo la elástica, Taylor se sacudió la ciclotimia y el gigante acumuló minutos aplastando morales con sus botas de siete leguas.

El Barcelona trató de subir la intensidad defensiva, pero, como saben los andaluces en verano, llega un punto en que da igual 46 grados que 48. Con Heurtel desactivado, el conjunto catalán entró en barrena ofensiva, y si el título no se finiquitó antes fue porque el Madrid falló con el rejón cuatro o cinco veces, no en vano el club actual es más de Love of Lesbian que de tauromaquia. Finalmente fue Campazzo quien, asumiendo galones, pidió la bola en las últimas posesiones y firmó el acta de defunción a base de tiros libres, consumiendo el tiempo sin cebarse. La trigésimo quinta liga acabó prácticamente con un acto de piedad. E inmediatamente, el madridista empezó a pensar en la trigésimo sexta.

Alguno podrá pensar que menuda angustia de entidad en la que las victorias duran cinco minutos, pero los aficionados madridistas somos felices así. Porque el perenne inconformismo del club permite una ilusión de eterno comienzo cada temporada, una ficción de retorno en la que nos reconocemos siempre jóvenes porque el espíritu del Madrid no cambia ni envejece, y así, de alguna manera, nosotros tampoco.

Who wants to live forever? Pues quién va a ser. Nosotros.

Felicidades.

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3 COMENTARIOS

  1. ¡Excelente! Da gusto leer tus comentarios deportivos. Lástima que no haya un quinto partido para deleite de tus seguidores. ¡Enhorabuena!

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