Aunque no lo tengo muy claro. Ya no se suelen ver perros muertos en ninguna parte, pero en mi infancia vi muchos y uno de los rasgos característicos era, no sé por qué, que se les veía en exceso la dentadura. Por otra parte, nada hay tan variado como las razas de perros que, contrariamente a lo que le sucede a las gallinas o a los elefantes por poner un ejemplo, suelen diferir entre ellas una barbaridad, habiendo perros de tres kilos y perros de 80 kilos, delgados, gruesos, altos y bajos, aparte de que huelen fatal a muchos metros de distancia, así que la frase que me definía me cogió un poco por sorpresa y no debería haber sido así, porque venía directamente de mi hijo de 13 años.

Uno en vacaciones pretende inmortalizar el instante de felicidad en una terraza bajo el cielo estrellado entre amigos y, tras pedirle a uno de ellos que lo hiciese, con un hijo a cada lado, escuchar que tienes cara de perro muerto tras comprobar el resultado de la foto no ayuda en absoluto a que el momento sea recordado, o al menos de una manera feliz. Su hermana, unos años mayor que él, lo secundó entre risas inclinándose ligeramente hacia adelante mientras se sostenía la barriga con ambas manos, con mirada divertida y entreabriendo la boca, emitiendo un sonido dulce que en cualquier otro momento me habría resultado angelical, mientras yo me preguntaba si sería más un mastín del Pirineo de grandes mofletes o un San Bernardo, o tal vez era un perrazo de esos sin raza definida y expresión triste y desvalida.

Y no creo que hubiese crueldad en el comentario, sino simplemente una objetividad carente de todo filtro e ignorante de los estragos que pudiera causar o, más bien, se podría decir que era un ataque de valiente sinceridad buscando un intento de mejora, como si cumplir años fuese culpa mía y no del inexorable paso del tiempo. Debería haberle preguntado en ese instante si tenía una imagen en la cabeza, y tal vez la tuviera, porque ahora que caigo, yo estaba enseñando los dientes en la foto mientras los abrazaba suavemente por los hombros justo antes de que me diera el hachazo a la altura del entrecejo, intentando exteriorizar la felicidad que sentía en ese momento.

Debería haberle pedido, digamos, clemencia o, al menos caridad cristiana pero, no pude dejar de recordar que a mí, a esa edad, los de 30 me parecían unos ancianos y los de 50, unos muertos vivientes cuyos defectos corporales producidos por el paso de los años, inducían a una sensación que oscilaba entre el terror y la pena, sin pensar ni por un momento que algún día me tocaría a mí porque la soberbia y la insolencia de la juventud son infinitas y mirarte al espejo con la cara henchida de colágeno y con una piel estirada como la de una zambomba, te lleva por el mal camino y te hace pensar que las arrugas y las manchas corporales, jamás te van a llegar, pero llegan, y además vas a tener a alguien que te lo recuerde y te sitúe delante del espejo y te haga recordar que compartir instantes de felicidad con gente muy joven, aunque sean tus hijos, no te hacen joven ni muchísimo menos. De todas maneras, mirándolo suavemente y con cariño, acariciándole su cabeza, le dije acercándome a su oído que la próxima vez, el guantazo iba a sonar en Marte, que seré viejo, pero no gilipollas.

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