Pues sí, mis queridos coetáneos; yo, también tuve vicios. Un hombre de bien, un señor de pro, adusto donde los haya, sucumbió en edades no tan mozas a las debilidades de la carne, o mejor dicho, del bizcocho, y cuando en nuestro querido Chamberí iba a recoger a mi pequeña María Simoneta al Inmaculada Marillac y a Borja Asís a La Salle y me pedían la merienda, yo solícitamente accedía como padre abnegado que era, pero ¡Ay, Señor!, y aquí confieso mi culpa y mi pecado, era entrar en el colmado y la mera vista de ese expositor de rejillas galvanizadas termosoldadas rematadas por una lámina de chapa en vertical con el osito con gorro de cocinero me colmaba de emoción, así que sabiéndome culpable, demandaba a la dependienta de inmaculado mandil blanco que, tras servirle un Bony a mi Simoneta y un Tigretón a mi Borja, subrepticiamente me sirviese a escondidas dos deliciosos, maravillosos y soberbios Bucaneros que me comía con fruición oculto furtivamente en el baño, por mor de mantener mi integridad íntegra, pues nada había casi nada en el mundo como el Bucanero, con su exquisita crema.
He de decir, que tanto la mermelada del Bony como la nata del Tigretón eran tan prescindibles como las armas nucleares, las batas de boatiné o los actores de anuncios de Teletienda, pero un Bucanero…¡Un Bucanero! era merienda de dioses….propio de amantes del jamón y de la tortilla con cebolla… Había tragaldabas que execrablemente engullían bocadillos de viena de foie gras o de salchichón e incluso de morcilla de Burgos, y seguramente a día de hoy, serán unos excelentes operarios, nada que objetar, pero los Bucaneros… ¡Ah, los Bucaneros! Siempre ha habido clases…
Yo era de pantera rosa.
Bony sin duda!