Antes de que el Jogo Bonito fuera un eslogan, antes incluso de que ese estilo cristalizara en santo y seña de un país, antes de todo eso estuvo él. Es cierto que su nombre, Arthur Friedenreich, no tiene la musicalidad del de otros compatriotas, pero solo había que reparar en su figura, mulato de ojos verdes y cuerpo fibroso, para ver representado en él todas las características de lo que más tarde sería el futbolista brasileño. Arthur fue el primero. Hijo de un comerciante alemán y una lavandera negra, rompió estereotipos y sorteó obstáculos dentro y fuera del terreno de juego para hacer a Brasil campeona de América por primera vez. Ocurrió hace un siglo en un país tan necesitado de triunfos y de estrellas como ahora.
El tiempo ha ido echando paladas de tierra sobre su figura, olvidando sus gambetas y sus goles, todos ellos marcados en un tiempo donde la fotografía y las crónicas hacían las veces de Youtube. Por eso es más que necesario acudir a los clásicos y releer a Eduardo Galeano quien lo definió con la precisión que acostumbraba: “Rompió con los preceptos ingleses: él, o el diablo que se metía en la planta de su pie. Friedenreich llevó al solemne estadio de los blancos la irreverencia de los chavales color café que se divertían disputando una bola de trapo en los suburbios”. En ese tránsito, ese muchacho nacido en Sao Paulo el 18 de julio de 1892 sería el encargado junto con Neco de comandar a la primera gran Brasil de la historia. Pero para alzar los dos primeros Campeonatos Sudamericanos de Selecciones (así es como se llamaba entonces la Copa América) no solo tuvo que sortear a los rivales en el terreno de juego. Friedenreich abrió el camino al resto.
Un negro entre blancos
Criado en el humilde barrio de Bexiga, en el distrito de Bela Vista, su nombre empezó a sonar en el incipiente fútbol brasileño en 1909. A la edad de 17 años debutó en el Germania de Sao Paulo, un club integrado por inmigrantes alemanes. Por entonces, en Brasil el fútbol era un coto vedado a blancos de clase media y alta, en el que los negros tenían dificultades hasta para acceder a los estadios. La estricta reglamentación llegaba incluso a la Seleçao, que en sus primeros años tenía prohibida la presencia de futbolistas negros. “Los negros no podían representar al país”, decía el texto. Y eso que Arthur, cualidades futbolísticas al margen, hizo todo lo posible por aparentar ser uno más de ellos. Desde sus peinados engominados hacia atrás, como marcaba el estilo de los futbolistas blancos de la época, hasta embadurnarse la cara con polvo de arroz para blanquear su rostro.
Con el balón en los pies despertaba la admiración de unos y la envidia de otros. Porque a su habilidad con el esférico unía eso que más tarde vimos en tantos y tantos compatriotas, la capacidad para inventar, el talento creativo que se cultivaba en las calles mientras se esquivaban zancadillas y se domaban los irregulares botes de una pelota de trapo. Su resistencia física también marcaba la diferencia en aquel fútbol amateur. Pronto le apodaron El Tigre, por sus zarpazos de cara a gol. El periodista y escritor brasileño, Armando Nogueira añade más matices a su fútbol: “Jugaba con el corazón en el pecho del pie. Fue Arthur quien enseñó el camino del gol a la bola brasileña”. Y es que su olfato goleador era otra de sus grandes virtudes. Así lo atestiguan los más de 1.329 goles que marcó en 1.239 partidos durante sus 26 años de carrera (jugó hasta los 43).
Esas cifras, en cualquier caso, nunca han sido homologadas ni por la FIFA ni por la IHFFS (Federación Internacional de Historia y Estadística del Fútbol), en gran medida porque el método de contabilización en aquellos días era, digámoslo, poco científico. La IFFHS le concede 550 goles en 560 partidos oficiales repartidos entre los once clubes en los que jugó y la Selección de Brasil. En cualquier caso esos números arrojan una media de 0,98 goles por partido. Cifras que lo sitúan por encima incluso de otro mito brasileño Edson Do Nascimiento Pelé (541/560 partidos para el máximo organismo del fútbol). En su libro Visao do jogo – Primórdios do futebol no Brasil, José Moraes dos Santos Neto explica además que era un jugador bravo y valiente, “al que no le importaba jugar con dos dientes menos partidos por la violencia de los que no podían pararle de otra manera”.
América a sus pies
La canarinha, entonces de blanco impoluto, no tuvo más remedio que abrirle las puertas. Arthur era por entonces la máxima figura del Paulistino y no sería hasta después de ese torneo cuando daría el salto a los grandes de Brasil (Sao Paulo, Atlético Mineiro y Flamengo). A sus 27 años, el Campeonato Sudamericano de Selecciones de 1919 terminó por consagrarle. Todo estaba previsto para un año antes, pero una plaga de gripe arruinó la fiesta del fútbol en Brasil. La epidemia se extendió por Río de Janeiro en 1918 y postergó un año la realización del torneo. Pero ese retraso no trastocó los planes de Heroldo Rodrigues, seleccionador nacional, que organizó un equipo entorno Friedenreich.
Brasil arrasó en su estreno frente a Chile (6-0) y se impuso con comodidad a Argentina (3-1). Más ajustado resultó el tercer encuentro frente a Uruguay, que terminó en empate a dos. En ese momento el torneo estaba concebido como una liguilla que disputaban los cuatro socios fundadores de la Conmebol (Brasil, Argentina, Uruguay y Chile) y esta fue la primera edición que necesitó de un partido de desempate para conocer al ganador. Brasil y Uruguay habían empatado en lo alto de la clasificación con cinco puntos cada uno y la diferencia de goles a favor y en contra no se utilizaba entonces como método para resolver empates.
El partido definitivo se disputó, al igual que todo el torneo, en el Estadio Laranjeiras, propiedad del Flamengo. El 29 de mayo de 1919 se quedó pequeño para albergar lo que a la postre fue la primera final de la Copa América. Brasil se enfrentaba aquella tarde al bicampeón del torneo y al auténtico dominador del fútbol en aquella época en el cono sur. El partido resultó igualadísimo y sin goles. El 0-0 se mantuvo durante los 90 minutos y el colegiado argentino Juan Pedro Barberá decidió que se jugarían dos prórrogas de 30 minutos cada una. El gol no llegó hasta el minuto 122 de partido, obra de Arthur Friedenreich, que fue elegido mejor jugador del torneo y máximo goleador junto a Neco con cuatro goles. Después de 150 minutos se puso el cierre a la final más larga de la historia y Brasil saboreó a qué saben las primeras veces.
Aquella victoria, que ahora Brasil conmemora recuperando la zamarra blanca, terminó con el delantero paulista subido a hombros de sus compañeros para júbilo del propio presidente del país, Epitacio Pessoa, quien a esas horas ya había olvidado sus dudas previas sobre Arthur. Temía que catalogaran a la Seleçao como “macaquitos”. Ese triunfo impidió el tricampeonato de Uruguay y la mística que ha rodeado siempre al fútbol en Brasil empezó a fraguarse entonces. El botín izquierdo con el que Arthur marcó el gol de la final fue expuesto durante un largo tiempo en la vidriera de un comercio de la calle Ouvidor, en Río de Janeiro. Brasil con Arthur de nuevo en sus filas volvió a ganar el Campeonato Sudamericano de Selecciones en 1922. Su leyenda cruzó incluso el océano Atlántico y tras una gira con su equipo por Francia en 1925 la prensa gala le bautizó como “Rey de Reyes” después de marcar once goles.
Pese a todos los logros conseguidos, a Friedenreich le quedó una espina clavada a lo largo de su carrera. Una inoportuna fractura de tibia, ya con 38 años, le apartó del primer Mundial de la historia, el de Uruguay 1930. Allí no pudo ayudar a los suyos, aunque su mejor victoria se había producido lejos del terreno de juego al abrir la mente de los directivos, políticos y de la sociedad en general para democratizar el fútbol elitista y retrógrado de Brasil. Después de aquello el país abrazó el fútbol como deporte nacional dejando a un lado las carreras de caballos. Fue Arthur quien plantó la semilla que luego regaron Leónidas, Garrincha, Pelé, Romario, Ronaldo, Ronaldinho o Neymar. Una estirpe que a las puertas de una nueva Copa América en Brasil parece en peligro de extinción, precisamente en el país que más ha hecho por la diversión del juego.
Te faltaron dos imperdibles del fútbol brasileño: Sócrates y Zico, de pronto no tanto en Europa, pero sí en el olimpo futbolero de Brasil