El lanzador toma el esférico. Lo hace girar un par de veces entre sus manos, lo golpea como el que palmea la espalda de un camarada, lo deposita en el suelo. Uno, dos, tres pasos atrás. El lanzador toma carrerilla, contacta con el balón. Ya solo es un espectador más.
El balón inicia un viaje relámpago: primero irá ganando altura hasta rozar la coronilla del defensa que ocupa el centro de la barrera. Luego irá cayendo levemente, como un ave que busca la superficie del mar, hasta avistar la cruceta de madera. Si todo ha ido bien, su destino es atravesar la bisectriz imaginaria del ángulo recto, fundirse con las redes, hacer estallar las gargantas.
Ha sido así desde la noche seminal en la que el fútbol nació en la Freemason’s Tavern. Desde que los mineros ingleses transportaban los palos de sus porterías en los alrededores de las minas de Río Tinto. Desde que Puskas aterrorizaba a los guardametas rivales. Desde que Luis Aragonés batió a Sepp Maier la primera vez que casiganan la Copa de Europa (luego vendrían otras casis). Hasta el obús de Messi frente al Liverpool.
Pese a las acusaciones de anquilosamiento, entre un partido de fútbol de los Juegos de Amberes y uno del Mundial de Rusia no hay demasiadas similitudes. Ni las tácticas, ni la preparación física, ni algunas reglas (por no hablar de la repercusión universal) son ni remotamente parecidas. Sin embargo, algo permanece inalterable: la soledad del lanzador, su infatigable búsqueda de precisión y potencia.
La suerte del tiro libre directo ha visto, sí, a lo largo de su historia, algunos cambios cosméticos. Buscando maximizar las posibilidades, algunos estrategas idearon trucos: en el Mundial de Alemania, el zurdo Rivelino le endosó un gol a Alemania Oriental (cuando los puntos cardinales tenían ideas políticas) aprovechando el hueco que dejó Jair al agacharse.
También el Reglamento vino a modificar el tiro libre original mediante la implantación de un hermano menor: el lanzamiento indirecto. Muchos goles terminaron en el limbo de la anulación porque lanzadores despistados no se percataron del brazo en alto del árbitro (cuando los brazos en alto no tenían ideas políticas).
Modernamente, una innovación tan sencilla como ingeniosa ha venido a terminar con los seculares conflictos territoriales entre la barrera y el lanzador. Cual si fueran una patrulla de soldados resueltos a ganar un metro de tierra, los integrantes de la muralla humana solían moverse acompasadamente, arrastrando los pies apenas unos centímetros en cada esfuerzo para acortar el espacio del rival. Agarrones, protestas, tarjetas por doquier. Todo ello pasó a la historia gracias a una idea tan simple que nadie se explica no se pusiera en práctica antes: un humilde aerosol que delimita el semicírculo en el que debe acomodarse el balón para el golpeo y la línea recta que no puede traspasar la barrera en su colocación (espero con avidez el momento en el que algún colegiado enamorado se decida a escribir “Te quiero, Purita”).
El aerosol, claro, es evanescente. Desaparece sin dejar rastro tras unos instantes, como desaparecieron los pañuelos en las cabezas de los futbolistas, los balones con nudos o la expresión borceguí.
Los libres directos, en cambio, permanecen. Parecen estar esculpidos en el mismo material indeleble del que está hecha la eternidad.
Que gran texto.
Tendría su gracia lo de «te quiero, Purita» pero un avispado publicista rápidamente lo cambiaría por «compre en Almacenes Don Manolo», que diría Manolito.
Es curioso. Las faltas se entrenan mucho, los jugadores tienen una técnica exquisita a balón parado, sobre todo los especialistas de esta suerte, tienen la barrera a cierta distancia… todo parece indiciar que el balón debería acabar en las mallas, o cuanto menos forzar la parada del portero, no golpear la barrera. Y no es así, no es tan sencillo. Ni siquiera para los mejores. Por eso, estos goles resultan casi siempre espectaculares (los que pegan en la barrera y entran dando saltos cuando el portero se lanzaba al otro lado son la excepción, por su comicidad).
Un tiro libre inteligente, de los que van por debajo de la barrera que salta o de los que engañan al portero, que espera en otro lugar, resulta tan espectacular como un tiro ajustado o certero por su potencia. Golazo. Como el artículo.
No hace más de dos meses (no recuerdo el país, ni la división) un arbitro solicitó matrimonio a una juez de línea de su equipo arbitral justo antes de dar comienzo al partido, pese a que al respetable le importase un pito. De ahí al «Te quiero, Purita» solo hay un pequeño trecho. Permaneceremos atentos a nuestras pantallas.