Schadenfreude: término alemán que designa el sentimiento de alegría o satisfacción generado por el sufrimiento, infelicidad o humillación de otro.
Cuando el sábado pasado Undiano Mallenco decretó el final del partido que enfrentaba al Barcelona y al Valencia, no pude contener un alarido tan desmesurado como sincero. Un “¡Vamos!” gutural, primitivo y catártico que atrajo una multitud de miradas entre reprobadoras y curiosas, y que hizo que mi amiga y acompañante, poco acostumbrada a excesos verbales por mi parte, hubiera de esconder su rostro entre la carta de bebidas.
Me miré. Acababa de jalear la victoria del Valencia, un equipo habitualmente hostil con el mío, y lo había hecho de una manera radicalmente entusiasta, como una suerte de Joan Fuster redivivo —o acaso más, pues pensándolo bien, ¿no hubiese ido Fuster con el Barça?—. Por si fuera poco, me resultaba imposible reprimir la sonrisa cada vez que el realizador de televisión enfocaba la cara contrariada de un jugador azulgrana. Todo esto en la competición menos importante del panorama doméstico, en un torneo del que el Madrid se había despedido miserablemente hacía meses. Daba igual, mi felicidad era ridículamente plena, de modo que me apresuré a pagar y nos marchamos, reconozco que un poco avergonzado ante mi euforia no apaciguable. Aunque, ya en la calle, me pareció adivinar esbozos de alegría similares, deficientemente disimulados, en los rostros de jóvenes salpicados aquí y allá.
Los madridistas millennials, como ya se explicó en otro artículo, poseemos unas características generacionales diferentes al resto de la hinchada blanca. Crecidos bajo una hegemonía barcelonista, constituimos el primer sector blanco que, por momentos, se ha sabido y sentido inferior al eterno rival. Algo impensable, casi una aporía ontológica, para el carácter del madridismo tradicional. Los que nos asomamos peligrosamente al abismo de la treintena aún conservamos un recuerdo vago de épocas en las que el Barcelona, a lomos de Gaspart y Van Gaal, parecía una caricatura insignificante, si bien después el siglo XXI nos castigó duramente. Los benjamines merengues ni eso tuvieron, fueron arrojados al mundo de Rijkaard, Ronaldinho, Messi y Pep, ríase usted de lo que hacían los espartanos con los bebés que no les convencían.
El punto de inflexión que incrementó exponencialmente la dolorosa tendencia fue, probablemente, el combo perfecto formado entre el mejor jugador de la historia y el mejor entrenador de los últimos años. Con Messi y Guardiola se alteró definitivamente el equilibrio del mercado, y las derrotas del FCB se convirtieron, vía reducción de la oferta, en trufas tan escasas como exquisitas. Pero no todo nuestro complejo puede explicarse con un manual de economía: había un eje discursivo aún más importante que el deportivo, incluso. Los triunfos del Barcelona siempre venían acompañados de lecciones de urbanidad, de condescendencia civilizadora, de pedagogía social. Una superioridad estética y moral embadurnaba sus logros, ya de por sí incontestables. Goles, títulos, buen juego, futbolistas de la cantera, apología de la modestia, templanza frente al derroche. Ni un asidero dejaron. Y, además, demostraban una absoluta convicción de que el mañana les pertenecía. El madridista medio se sentía como en la escena de Cabaret, rodeado de guapos alemanes que entonan una canción, emocionante y bellísima, que te sitúa cruelmente al margen de una corriente colectiva de trascendencia. Feo y apestado.
De ahí que muchos madridistas se echasen en brazos de personajes tan disonantes respecto a la historia del club, como Mourinho. Fuimos mourinhistas porque, como tantas veces dijo el psiquiatra Juanjo Jambrina, “el peor sentimiento que puede anidar en un hombre es la indefensión, y el mérito de Mou fue enseñar a ponerse en pie a los «indefensos”. Por no recurrir a aquello tan manido de Gramsci sobre los monstruos que habitan el claroscuro entre un mundo viejo que no termina de morir y un mundo nuevo que no ha nacido todavía.
Afortunadamente, el Madrid siempre vuelve, también para los millennials, y en los últimos años nuestro equipo ha sido capaz de reconstruir con creces nuestra autoestima. Pero, del mismo modo que en el amor hay cicatrices indelebles, desde entonces el legado guardiolista permanece adherido a nuestro subconsciente. Y basta una mala temporada para que, una cálida noche de mayo, nos sorprendamos radiantes ante la desgracia ajena. Nunca más mostraremos indiferencia ante sus penas, y esa confesión les garantiza una pequeña victoria aún en sus derrotas. Felicidades.
Chapeau! Para enmarcar.
Cuando la opinión se adereza de sabiduría surgen platos dignos de ser degustados en las mejores mesas. Brindemos por este nuevo autor que nos deleita con frecuencia con sus artículos. Va por Pablo.
Entroncando con tu comentario político del otro día ( desde que la izquierda gana elecciones, el Barça pierde finales), lo mismo que comentas en tu columna, se aplica a la tan manida superioridad moral de la izquierda.
Volviendo al fútbol, parecía que en La Masía tenían la fórmula química para sacar cada año un Messi, un Xavi, un Iniesta, jugando un tiki-taka perfecto, lo que garantizaba años de hegemonia blaugrana. Valors…
Buena columna, Pablo, cada día escribes mejor. Yo que tú, dejaba la medicina.
No es necesario que abandone la medicina. Con que se aplique a la medicina como se aplica a la escritura, no solo habremos ganado un gran médico, seguramente también un enorme divulgador.
Te felicito de nuevo por tu escritura. Y comparto contigo ese sentimiento atávico que nos une a ese escudo y que a veces, como comentas, nos hace alegrarnos de la desgracia ajena.
Ay jodío, qué pico tienes, seguro que te las llevas de calle.