El mundo era antes un lugar más salvaje. El 4 de mayo de 1949, diecisiete días antes del comienzo del Giro, el avión del Torino, ganador de cinco ligas consecutivas, se estrelló contra la Basílica de Superga. No hubo supervivientes. Italia todavía lloraba cuando la carrera dio comienzo en Palermo. Uno de los favoritos estaba especialmente consternado. Fausto Coppi era seguidor del Torino y conocía a varios de los fallecidos. El otro candidato a la victoria era, naturalmente, Gino Bartali. Desde que se encontraron por primera vez en el Giro de 1940 su rivalidad había dividido al país. Al primer contacto habían saltado chispas. Fausto tenía 20 años cuando desafió las órdenes de su equipo, el Legnano, y le arrebató el Giro a Bartali, entonces su jefe de filas. A partir de aquí, los tifosi se repartieron entre los partidarios del católico Gino y los fanáticos del liberal Coppi, entre la tradición y la modernidad. La Segunda Guerra Mundial interrumpió el duelo deportivo y lo reanudó cuatro años después, todos repletos de cicatrices.
Gino ganó el Giro de 1946 y Fausto el de 1947. En 1948 se lo llevó Fiorenzo Magni en una edición marcada por las sospechas. Primero abandonaron la carrera los extranjeros (belgas y franceses) porque consideraban que la organización favorecía a los italianos. A dos etapas del final se marcharon Coppi y su equipo, lo que dejó el pelotón en 40 ciclistas. El líder del Bianchi no se conformaba con el mínimo castigo a Magni (dos minutos) tras ser remolcado por los aficionados en un puerto. Coppi estaba a 1:20 del liderato cuando se bajó de la bicicleta.
El Giro de 1949 era una gran oportunidad. En primer lugar para quitarse de la cabeza la tragedia, la del Torino y la de la guerra. Después, para disfrutar de la rivalidad entre Coppi y Bartali. La carrera arrancó el 21 de mayo con 105 ciclistas. Adolfo Leoni, un estupendo corredor (ganador de la Milán-San Remo en 1942), llegó a los Dolomitas como maglia rosa con 9:41 de ventaja sobre Coppi. Allí, camino de Bolzano, sufrió la primera dentellada del campeonísimo: L’Airone (la garza) ganó la etapa y sacó siete minutos al terceto formado por Leoni, Bartali y Astrua. Añadan 3:30 de bonificación para el vencedor de la jornada.
Leoni salvó el liderato por 28 famélicos segundos, pero lo defendió haciendo honor a su apellido. En días sucesivos fue arañando tiempo y se presentó en la etapa reina con 43 segundos sobre Coppi y 10:11 sobre Bartali. Faltaban tres días para terminar la carrera y ante ellos se alzaba un perfil imponente, quizá la etapa más dura de la historia, casi 5.000 metros de desnivel. En 254 kilómetros debían subir Madelaine, Vars, Izoard, Montgenévre y Sestriere.
Ya solo quedaban 69 ciclistas en carrera.
En 2010, y en declaraciones a La Gazzetta, Alfredo Martini (1921-2014) hizo memoria: “Se esperaba el ataque de Coppi. Estaba en gran forma y lo había mostrado en los Dolomitas. Pero nadie podía pensar que atacaría en la primera subida».
«Ese día en Cuneo estaba lloviendo. Después de 50 kilómetros dejamos el asfalto y entramos en caminos de montaña, feos, malos, con guijarros y agujeros. En la Madelaine, Primo Volpi —toscano y anarquista— y yo nos fuimos por delante. Bartali tenía problemas mecánicos y se descolgó a la parte trasera del grupo. A mitad de puerto, Coppi demarró». El ciego Cavanna, su masajista y casi su asesor espiritual, se lo había dicho: «Cuesta arriba no te quitarás a Bartali de encima. Pero si te deja un poco de margen, vete. Tú eres mejor contrarrelojista: ya no te verá más». Y así lo hizo. Faltaban 192 kilómetros para la meta.
«A dos kilómetros y medio de la primera cima, Bartali dejó atrás al grupo perseguidor y se fue a por Coppi. La carrera se dividió en tres: Coppi, luego Bartali y más lejos un pequeño grupo de cuatro o cinco corredores, que buscaban juntar fuerzas. Los otros ciclistas se dispersaron por la montaña. Así pasamos por Vars, Izoard, Moncenisio y Sestriere. Ascensos y descensos. Hubo muchos incidentes mecánicos. Coppi pinchó cinco veces, pero algunos de los perseguidores sufrimos hasta 13 pinchazos».
«Aquella fue la mayor hazaña de Coppi. Pero ya había hecho más», aclaraba hace nueve años Martini. Y es cierto. En el Giro de Emilia de 1947 se escapó en el Abetone y corrió en solitario durante 155 kilómetros, los últimos por las mismas carreteras que discurrió luego la Cuneo-Pinerolo. Fue un aviso: a Bartali le sacó diez minutos y a Martini catorce. En el Giro del Veneto de 1949 volvió a repetir el aviso: ganó después de 170 kilómetros de escapada, contra seis ciclistas que lo persiguieron como lobos.
En el libro La pasión de Fausto Coppi, William Fotheringham indaga en la razón de sus escapadas. Se calcula que durante su trayectoria profesional corrió 3.000 kilómetros en solitario. «Según Fiorenzo Magni, la manera de correr de Coppi se debía en parte a su turbulento matrimonio. ‘Una vez le pregunté por qué atacaba tan lejos de la meta cuando podía conseguir el mismo resultado esperando a la última subida. Me gusta rodar solo, me dijo. Era una cuestión de satisfacción. Los enormes esfuerzos de Coppi en las carreras eran una manera indirecta de vengarse. No estaba a gusto en su casa, y cuando atacaba era para soltar toda la dinamita que llevaba dentro».
«Lo cierto —prosigue Fotheringham— es que Coppi buscaba la soledad: una vez le dijo al organizador del Giro, Vincenzo Torriani, que su sueño era comprarse un piso en el edificio más alto de Milán e irse allí a vivir solo».
Volvamos a 1949, a la mejor etapa de todos los Giros que se han corrido, según una encuesta de La Gazzetta que no pensamos en poner en duda. Pierre Chany, periodista de L’Equipe, fue otro testigo de la epopeya. “Vi alejarse a Coppi de los demás y lo acompañé hasta que pasó por un pequeño pueblo de Francia, creo que la Barcelonette; allí le dejé ir. Entré a un restaurante y pedí una comida completa, desde aperitivos hasta café. Comí con la tranquilidad de un gourmet. Fumé un cigarrillo. Pedí la cuenta. Pagué y salí. En ese momento vi pasar al ciclista que marchaba sexto en la etapa”.
Dino Buzzati, periodista y escritor (autor de El desierto de los tártaros), fue el corresponsal del Corriere della Sera en aquel Giro: «Esta etapa, que devora a los hombres –»jamás habíamos visto una prueba ciclista tan terrible», decían los técnicos más expertos— comenzó en un valle triste, bajo la lluvia, bajo grandes nubes, entre la niebla flotando a ras de suelo, entre un clima de malestar, una atmósfera depresiva. Arropados por sus impermeables, los corredores, como para protegerse de este tiempo hostil, se apretaban unos contra otros, y juntos se arrastraban en la escensión del valle de Stura como orondos y letárgicos caracoles. Misteriosamente, el otoño ha llegado, la ruta está desierta; Pudiera ser que ya no encontráramos más pueblos, ni criaturas humanas. […] Este era el espíritu reinante. De vez en cuando, la cortina de niebla se abría , dejando entrever las lejanas cimas negruzcas. Aunque destellos blancos nos recordaban que en ciertos lugares de esta tierra, pudiera ser, resplandecía el sol».
Al paso por La Madeleine, Coppi contaba con más de dos minutos de ventaja sobre Bartali. En la cima de Vars, la diferencia ya era de 4:29 y aumentó hasta los 6:46 en la cumbre del Montgenévre. Entonces entró en antena Mario Ferretti, el cronista de la RAI en el Giro: «Un uomo solo è al comando; la sua maglia è bianco-celeste; il suo nome è Fausto Coppi». En esa frase cabe la biografía de un héroe y la pasión por el ciclismo.
Se dice que los aficionados, al tener noticia de lo que estaba ocurriendo, salieron a las carreteras con escobas para barrer los caminos y facilitar el paso de los héroes. No conviene renunciar a ninguna leyenda.
La diferencia de Coppi con Bartali alcanzaba los ocho minutos en Sestriere y rozó los doce en el estadio de Pinerolo. Continúa Buzzati: «Por primera vez, Bartali ha comprendido que llegó la hora del crepúsculo. Y por primera vez, sonrió. Nuestros propios ojos pudieron constatar el fenómeno. Alguien le saludó al borde del camino. Y él, girando ligeramente la cabeza, sonrió: el hombre arisco, distante, antipático; el oso intratable, el de las incesantes muecas de descontento, ha sonreído. ¿Por qué hiciste eso, Bartali? ¿No sabes que mostrándote así has destruido esa especie de brusco encantamiento que te protegía? ¿Los aplausos de la gente que no conoces comienzan a resultarte afectuosos? ¿Tan terrible resulta el paso de los años? Finalmente, te has rendido». Bartali tenía 35 años; Coppi, 29.
Bartali lamentó luego las averías y el fervor del público. «Pinché tres veces y perdí cuatro minutos por el entusiasmo de los aficionados. Tuve que pedirles que no me tiraran más racimos de flores, tal y como hicieron en Sestriere, porque eran flores atadas con alambre y se me quedaban atascadas en el cambio. Me vi obligado a cambiar varias veces las ruedas».
Coppi se presentó en la meta con un tiempo de 9 horas 19 minutos y 55 segundos. Bartali llegó a 11:52, Alfredo Martini a 19:45 y el líder, Adolfo Leoni, perdió 23:37. El Giro de 1949 había quedado sentenciado y había entrado en la historia de la mano del incomparable Fausto. Al día siguiente, Coppi aprovechó la contrarreloj de Turín para visitar el Santuario de Superga. Apenas dos meses después ganó el Tour y firmó el primer doblete de la historia, que repitió luego en 1952.
Según la trillada encuesta de la Gazetta, los tres mejores Giros de siempre han sido el de 1949, el que ganó Andy Hampsten en 1988 (épica subida al Gavia nevado) y el que conquistó Marco Pantani en 1998.
Cuando se cumple el centenario del nacimiento de Coppi, y el mismo año que su pueblo ha decidido apellidarse como el campeonísimo (Castellania Coppi), el Giro rendirá su particular homenaje con una etapa entre Cuneo y Pinerolo. Pero será muy diferente a la de 70 años atrás. De los 254 kilómetros hemos pasado a los 158. De los cinco puertos terribles a una única y discreta ascensión a 32 km de meta. De los 2.360 metros de altitud del Izoard a los 1.248 del Montoso. Tampoco estarán Coppi y Bartali. Y me temo que no hay periodistas como Chany, Ferretti o Buzzati, ni gente que barra las carreteras o que arroje ramos de flores al paso de los ciclistas. El mundo ya no es tan salvaje como entonces.
Por fortuna, queda el recuerdo.