Klopp no hizo nada raro contra el Barcelona. No cambió de discurso futbolístico. Si acaso lo radicalizó un poco, algo lógico dada la empresa. Pero su Liverpool fue perfectamente reconocible, el mismo de todo el año, ofensivo, presionante, con ritmo y circulación rápida. Un equipo que intenta que todo lo que pasa en el partido, todo lo que hace su equipo, aciertos y errores, suceda dentro del campo contrario.
El entrenador alemán partía con dos bajas de peso, de mucho peso, Firmino, el hombre que da pausa y sentido a los ataques, y Salah, el puñal que amenaza y define. Además, se les unía Keita. Sin embargo, Klopp no se volvió loco, usó a Origi y a Shaquiri en sus lugares naturales, no inventó nada, se limitó a ser él y lo mismo le pidió a su equipo.
Los primeros quince minutos siguieron el típico guión de quien intenta remontar. O sea, ritmo frenético, presión asfixiante y pierna fuerte; solo ahí el Liverpool exageró el gesto. Hasta Ter Stegen era presionado, daba igual quién tuviese la pelota o dónde, allí iba uno vestido de rojo a presionar y lo hacía como si la vida le fuera en ello.
En esos quince primeros minutos el Barça se sintió asfixiado. Nadie asumía que había que tocar, tener el balón. Los jugadores se sacaban la pelota de encima como si quemase, la regalaban una y otra vez, y cuando alguno intentaba asociarse su compañero no estaba ni perfilado ni mentalizado. Así llegó el 1-0 tras error de Alba .
En ese momento Klopp decidió bajar el pistón y la línea. El Liverpool jugaba con un suicida 2-5-3 , con el campo muy ancho, jugadores muy abiertos, los laterales a mucha altura y, salvo los centrales, todos en campo blaugrana. El cambio y el paso atrás de los reds hizo que durante unos minutos el Barça tomara aire. Fue el momento en que los culés hablaron.
El momento de respiro que se tomaron los ingleses no lo aprovecharon los de Valverde, aunque disfrutaron de tres claras ocasiones de gol, si bien fueron oportunidades más propiciadas por el sistema suicida local que por el fútbol culé. Busquets empezó a tener peso, aunque no encontró socios. Messi, muy enjaulado, bajó demasiado a buscar el balón y dejó muy solo a un Suárez devorado por Matip y un gigantesco Van Dijk. ¿El problema? Valverde había querido combatir el fuego con fuego y no con agua.
El Txingurri no supo leer el partido del Camp Nou. El resultado era engañoso y el 3-0 más falso que Judas, pero le confundió como a tantos otros. Al Barça en los dos partidos le faltó medio campo, no logró crear una cadena de pases seguidos durante diez minutos, eso que amansa a las fieras, que destroza presiones y que agota mentalmente a los jugadores rivales que corren y corren y no huelen la pelota. Valverde escogió el músculo, el sudor y la entrega. Y cuando Busquets buscaba un socio se encontraba a Vidal y a Rakitic, siempre tan dispuestos a correr como a chocar, pero no a asociarse tocando. Igual que en Barcelona, muchos pensamos: ¿Qué hace Arthur en el banquillo y Coutinho en el campo?
Tras el descanso, el Liverpool volvió al ataque y subió de nuevo el ritmo. Sergi Roberto, muy superado por el partido, hizo la de Alba y llegó el 2-0. Se mascaba la tragedia cuando pocos minutos después llegó el 3-0 con la defensa del Barça hundida en su área, con Lenglet empequeñecido hasta la mínima expresión. Los de Klopp olieron la sangre: tenían tiempo y fuerzas. El Barça estaba asustado, incrédulo y mentalmente encogido. Todos miraron a Messi, pero al argentino no le quedaban ni energías ni faltas en la chistera. Así llegó el 4-0, con una acción ridícula en el fútbol profesional, un córner sacado como en un partido de solteros contra casados. Un mal final para un Barça que debe analizar muchas cosas desde la seriedad y no desde el resultado, un gran final para un Liverpool que demostró que al fútbol se puede jugar y ganar de muchas maneras; lo mejor es que la que elijas la hagas bien y convencido.
Verlo es fácil, analizarlo un poco más complicado y contarlo así de fácil es lo verdaderamente meritorio.
«Raging Bull».