Tienes que haber sufrido una experiencia muy traumática para renunciar a tus orígenes. Brasil se ha pasado 65 años huyendo de su pasado. Hasta ahora. La pentacampeona del mundo ha anunciado su nueva equipación de cara a la Copa América de este verano. El encargado de presentarla fue el joven Vinicius Jr, un futbolista que todavía no ha debutado con la selección absoluta… pero al que no le es extraño el color blanco. La Confederación Brasileña de Fútbol (CBF) ha entendido que la mejor forma de superar un trauma es afrontándolo. Será la primera vez desde el Maracanazo que Brasil compita de blanco.
A #SeleçãoBrasileira vai ter camisa nova para a disputa da Copa América! Tradicional, histórica, campeã. #JogaBola pic.twitter.com/z9JHG2T9cK
— CBF Futebol (@CBF_Futebol) 9 de abril de 2019
La verdeamarelha no nació, se hizo. El color original de la Selección brasileña, desde su fundación en 1914, fue el blanco. De hecho, tuvieron que pasar cuarenta años para que Brasil incorporara a su camiseta el amarillo chillón. El diario Correio da Manhá, en colaboración con la Confederación, lanzó un concurso para cambiar la equipación de la Selección. El trauma vivido tras la final del Mundial de 1950 obligaba a tomar medidas drásticas. La única condición era que el nuevo conjunto incluyera los colores de la bandera del país: amarillo, azul, verde y blanco. Evidentemente, este último debía de tener un rol casi testimonial. Según la Confederación, era un color al que le “falta psicológica y moral de simbolismo”. Encima de la mesa hubo más de trescientas propuestas. El diseño ganador fue el de un joven ilustrador de nombre Aldyr Schlee. La nueva piel de la Selección brasileña consistía en una camiseta amarilla con puños verdes, pantalón azul y medias blancas.
El diseño de Schlee no habría prosperado si los organizadores de aquel concurso de 1954 hubieran conocido sus simpatías futbolísticas. Este joven dibujante nació en Pelotas (igual que el exmadridista Emerson), una población a escasos 150 kilómetros de la frontera con Uruguay. Supuestamente, Schlee era aficionado de la Selección uruguaya y vivió la noche del Maracanazo como un charrúa más. El 16 de julio de 1950 es la fecha más negra en la historia del fútbol brasileño. Había terminado la Segunda Guerra Mundial y el país se había engalanado para acoger la mayor cita futbolística del planeta. Uno de los principales alicientes del Mundial de 1950 era la puesta en escena del estadio más grande del mundo. El gigantesco Maracaná se construyó a contrarreloj y a base de los sobreesfuerzos de una masa ingente de trabajadores.
Brasil cumplió con los pronósticos y se plantó en la gran final de Río de Janeiro contra Uruguay, que ya había cosido una estrella a su camiseta veinte años antes. Por el camino dejó dos goleadas escandalosas: 7-1 a Suecia y 6-1 a España. El optimismo reinaba en el ambiente hasta el punto de que la prensa brasileña dio por ganado el título. Maracaná era una olla presión el día en el que Brasil debía de alzar al cielo su primera Copa del Mundo. La capacidad actual del estadio es de 74.000 espectadores en encuentros de la FIFA. Aquella final de 1950 congregó a más de 200.000 almas. El ambiente en las gradas era ensordecedor. Ninguno de los allí presentes era consciente de lo que estaba a punto de vivir. Por eso dolió tanto.
Tras una primera parte sin goles, Brasil reanudó el partido aupado por su gente y a los dos minutos ya ganaba gracias a un gol de Friaça. La final parecía encaminada, pero Pepe Schiaffino estableció las tablas en el marcador pasado el ecuador de la segunda mitad. A falta de diez minutos para la conclusión, Alcides Ghiggia escribió su nombre en los libros de historia al poner por delante a la Celeste. El resultado ya no se movió más. Maracaná enmudeció para después romper en lamentos. Ojalá la derrota se hubiera quedado sólo en eso. Ghiggia lo recordó años después: “Solo tres personas en la historia han conseguido hacer callar al Estadio Maracaná: el Papa, Frank Sinatra y yo”. El presidente de la FIFA, Jules Rimet, entregó la Copa al capitán uruguayo, Obdulio Varela, casi clandestinamente. Incluso se llegó a rumorear que tenía en el bolsillo un discurso de felicitación en portugués. Los protocolos de entrega del trofeo se plantearon dando por sentado que Brasil ganaría. Ni la propia organización tuvo en cuenta las virtudes de Uruguay. El seleccionador brasileño, Flávio Costa, temió por su vida. Después de dos días encerrado en Maracaná, abandonó el estadio disfrazado de señora de la limpieza.
Los medios de comunicación acuñaron el término “Maracanazo” para describir el partido de pesadilla que vivió Brasil. Una de las leyendas urbanas más populares dice que se registró una oleada de decenas de suicidios por todo el país tras la victoria de Uruguay. La sociedad brasileña, simplemente, no aceptó la derrota. No importó que el equipo hubiera alcanzado el último partido, las goleadas que dejó por el camino o que la derrota hubiese sido por la mínima. No hubo ni olvido ni perdón. Nunca. La Selección al completo fue condenada de por vida. De entre todos los culpables, el más señalado fue el portero titular durante el torneo, Moacir Barbosa. Le acusaron de fallar en el tanto definitivo de Ghiggia. El guardameta de Río Branco, un mito de Vasco da Gama, sufrió hasta el último de sus días el desprecio de sus propios compatriotas.
Veinte años después del Maracanazo, en un mercado cualquiera de Río de Janeiro, una mujer acompañada por su hijo pequeño señaló con el dedo índice a un hombre y dijo: “Míralo, hijo, este hombre fue quien hizo llorar a todo Brasil”. El señalado era Barbosa. En 1994, el exportero intentó visitar a la Selección brasileña en su hotel de concentración de cara al Mundial de Estados Unidos. Le prohibieron la entrada. “Llévense lejos a este hombre, que sólo atrae a la mala suerte”, dijo Mario Zagallo, uno de los integrantes del cuerpo técnico liderado por Carlos Alberto Parreira. Supuestamente, mitos de aquella selección como Dunga, Bebeto o Romario se negaron a darle la mano. “En Brasil, la condena máxima es de 30 años. La mía fue perpetua”, confesó Barbosa. El destino quiso que el portero titular de la Selección brasileña en el Mundial de 1950 pasase sus últimos días cortando el césped de Maracaná. Estaba solo y arruinado. El 7 de abril del 2000 falleció víctima de un derrame cerebral. Nunca olvidó su actuación contra Uruguay medio siglo atrás. Según Teresa Borba, una amiga íntima, Barbosa entró en el hospital repitiendo la frase “No fue culpa mía, éramos once…”.
Por aquel entonces a Brasil ya se la conocía internacionalmente como la Canarinha. Contaba con cuatro Copas del Mundo en sus vitrinas y estaba a las puertas del pentacampeonato. Todas las celebró luciendo el diseño con el que Aldyr Schlee ganó en 1954 el concurso del diario Correio da Manhá. Los efectos del Maracanazo fueron tan traumáticos que Brasil se vio en la necesidad de mudar de piel. El cambio devolvió la ilusión y trajo consigo un caudal de títulos que convirtió a la brasileña en la mejor selección del siglo pasado. 65 años después, la CBF ha anunciado que Brasil volverá a vestir de blanco en homenaje al centenario de la Copa América de 1919, el primer título oficial conquistado por la Selección. Hubo un precedente en 2004, aunque no en compromiso oficial. Fue un amistoso ante Francia por los cien años de la FIFA.
El color blanco es asociado a la mala suerte desde el trauma del Maracanazo. Sin embargo, los últimos tiempos no han sido especialmente gloriosos para Brasil. La última Copa América que ganó fue en 2007. Para cuando llegue el Mundial de Qatar 2022, habrán pasado veinte años desde la última Copa del Mundo de la Canarinha. Demasiado tiempo para un país que vive por y para el fútbol. Tal vez la solución a esta sequía de títulos pase por dejar a un lado las supersticiones y volver a los orígenes.
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