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Milán-San Remo o cuando Italia volvió a sonreír

Es, fue, la victoria más simbólica que jamás haya existido en el deporte. La más emocionante, hermosa, impredecible, sublime. Es, fue, el día de todos los días. Cuando un túnel de doscientos metros tardó en superarse seis años. Seis largos años. En medio, la oscuridad. En medio millones de muertos, y campos de concentración, y tierras incultas, y llamadas en mitad de la noche, y cunetas que no se miran por miedo a ver en ellas lo que uno más quiere. Eso, en medio. Al final, solo él. El sol, el amanecer.

Al final. Sí.

Fausto Coppi.

Ustedes escucharán la historia muchas veces en estos días. Es una de las preferidas entre quienes juntamos letras con la esperanza (vana, inútil, pero qué delicia) de que se hagan el amor entre ellas, repiquen sonriendo, cosquilleen, un poco, allá adentro. Es, digo, una de las preferidas. Cada vez que un pelotón salga de Milano, cada vez que un ciclista llegue a San Remo habrá un Homero para esta Odisea. La que llegó después de la Ilíada, claro. Porque, mil veces que la lean, mil veces que la vuelvan a vivir, jamás llegarán a comprender, a aprehender, su significado pleno.

Nada menos que dibujar un país. Que renovar un pacto.

Yo sufro. Vosotros sonreís.

Todo eso.

El 19 de marzo de 1946, martes, Fausto Coppi reflexiona en silencio. Se encuentra en Milán, frente al Duomo blanco y picudo. Aquí y allá se abren las entradas a la Galería Vittorio Emmanuelle II, ese milagro de cristal y snobismo burgués donde los lombardos compran sus productos más caros (los paños más caros, los bombones más caros, las sonrisas más caras) y pasean sus tardes más económicas desde que Italia es Italia. Solo que aquel día no hay bullicio, no hay comercio, apenas hay con qué trocar. Los cristales están hechos añicos, los muros tienen pequeños agujeros (redondos, perfectos, mortales) que recuerdan lo que fue. El país está triste, el país está desangrado.

Fausto Coppi reflexiona en silencio. Unos días antes su masajista, el taumaturgo ciego Biagio Cavanna, le ha explicado cómo vencer en esa carrera. Tienes que hacer algo sorprendente, Fausto, tienes que romper los esquemas a tus adversarios, hacer que todo aquello que llevaban planeado quede, finalmente, en el olvido. Y Fausto le da vueltas al asunto. Cómo podría.

Cómo podría.

De vidas que cambian sabe mucho Fausto Coppi. Pese a su juventud, pese a sus 26 años. Seis atrás, en 1940, se convertía en el ciclista más joven de siempre ganando todo un Giro de Italia. Lo hace gracias a un ataque epatante, incomprensible, en el Abetone, en mitad de la nieve, del barro. También hubo de usar la ayuda de Gino Bartali, el gran líder, el Piadoso que gobernaba entonces el ciclismo. Todo eran sonrisas aquel nueve de junio de 1940.

Solo han pasado 1.500 minutos. “Una hora señalada del destino se abate sobre el cielo de nuestra patria. Es la hora de las decisiones irrevocables”, dice, chulesco y fantoche, Mussolini. Está subido al balcón del Palazzo Barbo, en Roma. La multitud grita entusiasmada, qué va a hacer. Italia entra en la Segunda Guerra Mundial.

Solo han pasado otros 1.500 minutos. A casa de los Coppi, en Castellania, llega un telegrama. Aroma fúnebre en palabras medidas, funcionariales. Nuestro héroe deja de ser ciclista y pasa a ser soldado. Ya no será Fausto, el de la Legnano, sino Coppi, el soldado número 7375 del Cuerpo de Infantería.

Después…después pasó. Pasó todo. Estuvo en Libia, lo detuvieron los ingleses, sufrió en diversos campos de prisioneros (primero en África, más tarde en la misma Italia). Padeció malaria, se debilitó como solo pueden hacerlo los hombres en las horrendas guerras. Dejó de soñar con la gloria.

Siguió soñando con la bici.

Háblale tú a Coppi sobre cómo cambian los planes que uno le va haciendo a la vida.

Aquella carrera entre Milán y San Remo era la primera que se celebraba en la península después de la Segunda Guerra Mundial. Al menos la primera de importancia, porque de las otras (golfas, apenas piques de pueblo) sí hubo antes. En algunas corrió Fausto Coppi, por cierto, que de esa forma lograba no morirse de hambre en su Odisea, la misma que le llevó a subir Italia de sur a norte, desde Calabria hasta su Piamonte natal. No era un corredor, sino un veterano de guerra enflaquecido y de salud frágil. Lo acompañaron en aquella aventura (la postrer del conflicto, la única con final feliz) los hermanos Adolfo y Ricci Leoni. Sobre su pecho una palabra. “Nulli”, el artesano de las bicicletas, el mago de la Campania.

Nulli. Nulo. Nada. Un país devastado, ventanas que no existen porque no hay muros que las soporten, dirá Buzzatti.

Nada, nulo, nulli.

Se da la salida en Milán, todo son recuerdos donde los recuerdos viven. La gente casi no aplaude, casi no anima, como si se les hubiese olvidado, como si lo considerasen una falta de respeto, una forma de deshonrar a los muertos, a los míos y a los tuyos, todos tenemos. Por una vez, por una vez en la historia, los silencios se apoderan de la carrera ciclista. El pasillo humano que escolta a los corredores se convierte en cohorte fúnebre.

Claro que tampoco pueden ver mucho los vecinos de Milán. Fausto se ha dado cuenta unos minutos antes. Ahora viste el maillot Bianchi, la zamarra celeste que hará entrar en la historia, la misma que aun hoy sigue arrancando suspiros a tantos. Se ha dado cuenta, digo, minutos antes. Los especialistas del velódromo, los pistard, toman las primeras posiciones del pelotón. Hombres robustos, pasados de peso, con piernas enormes preparadas para rendir en esfuerzos explosivos, incapaces de subir un bordillo. Fausto lo ve, y piensa.

Lleva unos meses escalando cada día el Turchino, ese obstáculo decisivo, ese farallón que separa la llanura lombarda de la costa ligur. Lo hace con su hermano Serse, más feo, más chepudo, más feliz también. La carcajada de Fausto le viene del sosias. Y hablan, hablan mucho. Es una carrera importante, Serse, la que marca el nuevo ritmo. Tengo que ganar a Gino. ¿A Gino? Ganar a Gino. Y aprieta, sube las pendientes del Turchino (suaves, dulces, amables) como si quisiera castigarse por algo, como si pensara que aquel túnel, el de la cima, era el fin del mundo.

Fausto lo ve, y piensa. Cavanna, Cavanna dijo que debía sorprender. Y Fausto esboza la mueca que, tantas primaveras atrás, era algo parecido a sonrisa del niño pícaro. Poco a poco, intentando pasar desapercibido, se acerca a la primera fila del pelotón. A las afueras de Milán hay una prima, apenas a un puñado de kilómetros desde que den la salida. Una prima de esas que te ayudan a engañar al hambre un par de meses. Eso es lo que buscan los pistard. ¿San Remo? San Remo está muy lejos, y además para llegar allí hay que pasar el Turchino.

No, olvídate, San Remo está muy lejos.

Ocurre en Rozzano, apenas un barrio a las afueras de Milán. Se han recorrido seis mil metros de prueba. Quedan 287.000 para que termine. Faltan 287 kilómetros hasta San Remo. Y Fausto, Fausto Coppi, el antiguo soldado, el ganador del Giro, el hombre obsesionado con la bici…salta.

No lo hace solo, ojo. Le acompañan otros cinco hombres. Temporeros de la gloria que están entrando, quizá sin saberlo, en el mito. Aldo Ronconi, Giovanni Bardelli, Giacomo Valdisolo, Telmino Caselatto, Lucien Teisseire. Pronto se les une Luigi Mutti, y todos juntos toman una buena ventaja. Veinticinco segundos en Binasco, cuatro minutos ya en Casteggio, casi seis en Pontecurone. Sigue faltando demasiado, sigue siendo un suicidio, es imposible que lleguen. El pelotón sestea. Tanta distancia, tan pocos hombres. Todo controlado.

Solo que…

Solo que en el cruce de Serravalle, recién pasado Novi Ligure, el Novi Ligure de Girardengo, el sitio donde nació el primer gran campionissimo…recién pasado Serravalle, digo, Teisseire demarra. Y tras él se va Coppi. El grupo se rompe. En Ovada el francés insiste y solo aguanta con él la figura zancuda, delgada y narigona, de Fausto Coppi. Y ambos avanzan, en solitario. Quedan 200 kilómetros justos a la meta, y la llanada empieza a mirar, poco a poco, al cielo. Sigue siendo una locura. Es, ahora, algo aun más loco.

A los pies del Turchino ambos circulan con seis minutos y medio de ventaja sobre el gran pelotón. Y entonces sucede.

Sucede.

El Turchino es apenas un falso llano por esta vertiente. Kilómetros y kilómetros con porcentajes del uno y el dos por ciento, pequeños repechos, bajadas. Remontar un valle, en definitiva. Solo a partir de Masone las cosas se ponen serias. No demasiado, ojo. Tres kilómetros al cinco por ciento de pendiente media. Usted, querido lector, tiene un puerto más duro cerca de su casa con casi total seguridad. Pero… es el Turchino.

Y el Turchino fue Fausto Coppi. Y Fausto Coppi llevaba en sus hombros a toda Italia. Saliendo de Masone el piamontés ataca una vez, dos. Teisseire aguanta. La tercera es demasiado. Su corazón se quiebra, sus pulmones arden. Qué tipo de espíritu invade a aquel joven diabólico, a aquella bestia que pedalea sin esfuerzo, sin mover apenas los hombros, una velocidad cada vez mayor.

Qué milagro es ese.

A las 11:53 minutos del martes 19 de marzo, año 1946, Fausto Coppi entra en el túnel del Turchino. Son doscientos metros. Son seis años de vida. Cuando Fausto se deja mecer por el cambio de luz, por las tinieblas que llegan, vuelve a ser aquel joven recién coronado en el Giro, vuelve a atronar el vozarrón irresponsable e histriónico de Mussolini, vuelve a caer Italia en la pesadilla. Diez, veinte, treinta pedaladas y el sol alumbra de nuevo, hay luz, la gente aplaude, ya desprovista de tristezas, ya libre de la remembranza funesta. Se terminó. Dirá Pierre Chany que el túnel del Turchino, el modesto túnel del Turchino, tuvo aquella mañana seis inviernos de longitud. Nada menos. Todo eso.

Pero ya pasó, ya.

Y fue Fausto Coppi el primero en rasgar aquel telón funesto.

De allí en adelante… nada. La exhibición, vaya, pero lo importante, lo humano, ya ha pasado. Fausto Coppi completa 150 kilómetros en solitario para imponerse en San Remo. La exhibición es increíble, inconcebible. En Voltri, después de descender el Turchino, la velocidad media de Fausto es de 36,1 kilómetros por hora. En San Remo, 140 kilómetros más tarde, 140 kilómetros de llanura en solitario, luchando contra el viento y las adversidades, contra su fragilidad y su anhelo de leyenda, Coppi entrará victorioso. Ha realizado esa inmensidad sin cuento, esa monstruosidad sin finales, a 35,9 kilómetros por hora de media. Cadencia, dirá Chany, de metrónomo exacto e implacable.

“Primero Fausto Coppi”, atruenan los altavoces, “en espera del segundo ponemos música de baile”. Tardará catorce minutos en llegar, y será Teisseire, otro héroe, otro Héctor ensombrecido por su Aquiles. El resto, gran pelotón, llega a dieciocho minutos y medio. Cuarto será, Gino Bartali, ya siempre su gran rival. Séptimo Adolfo Leoni, que lo acompañó en su odisea desde la Italia meridional. Todo es tan simbólico, todo es tan…perfecto.

“Hoy he elegido lo imposible”, declarará Coppi después, “o, más bien, lo imposible me ha elegido a mí. Corría como una bestia perseguida por otras bestias, sin hacerme ninguna pregunta”.

Hoy he elegido lo imposible, o lo imposible me ha elegido a mí.

¿Saben? Tras ese día la gente volvió a aplaudir en las carreras ciclistas. A Coppi, a Bartali, también a Leoni, a Marangoni, a Ronconi, al entrañable Luigi Malabrocca. Y después vino Buzzatti en el 49, y antes Gino aplastando los Alpes, y Giulia Occhini, y Serse muerto, y la tristeza, y el Alto Volta.

Pero todo eso fue después.

Entonces, en 1946, todo, todo, fue Fausto. Y Fausto fue Italia. El hombre que casi nunca sonreía hizo que todo un pueblo volviese a sonreír.

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3 COMENTARIOS

  1. […] También fue un héroe trágico, condición fundamental para ganarse la inmortalidad. Bartali murió demasiado viejo y a Bahamontes le ocurre igual, todavía sigue en fuga. Coppi, sin embargo, cayó antes de que la vejez le desfigurara el rostro y el recuerdo. Murió cuando las portadas todavía eran suyas, como evocación de su gloria o de su escandaloso adulterio. Murió a los 40 años, de malaria, convertido en símbolo de una Italia que había vuelto a sonreír después de la guerra, tal y como rememora Marcos Pereda. […]

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