Si hace unas semanas dije que el nivel del cine español en 2018 fue superior al de estos Premios Óscar, me reitero y me reafirmo, más si cabe. Ojalá, como señal del destino, o justicia divina, Rodrigo Sorogoyen (El reino) se lleve el galardón al mejor cortometraje de ficción por Madre. En ese supuesto, tendremos una nueva oportunidad de celebrarlo como un éxito nacional, a la altura de cualquier hazaña deportiva, de una Champions, un Grand Slam o un Tour de Francia. A mi pesar, veo más cerca que ocurra lo primero que lo segundo. No tenemos perdón, pero si alguien puede disculparnos, que también redima a la Academia de Hollywood, que no ha dejado de encadenar errores desde el anunciamiento de las candidatas a los premios el pasado 21 de enero. Incluso, por primera vez en tres décadas (exactamente desde 1989), la gala no tendrá maestro de ceremonias, tras la renuncia de Kevin Hart, víctima de sus propios chistes homófobos.
Tan solo una película, dos a lo sumo, sería capaz de colarse en la terna de nominadas del año pasado, cuando ganó La forma del agua. Para los Premios Goya, me parecía imposible que ganase la mejor; ahora, tengo esperanzas. Esta vez, no tengo claro si todos los caminos llevan a Roma, pero así debería de ser. La favorita probablemente fuese la otra seleccionada. Ni El vicio del poder, ni Ha nacido una estrella, ni Green Book, ni Infiltrados en el KKKlan, ni Bohemian Rhapsody, ni, por su puesto, Black Panther (inferior a Spider-Man: un universo paralelo, por ejemplo, también de Marvel) suplantarían a Call Me By Your Name, El hilo invisible, Tres anuncios en las afueras, Los archivos del Pentágono o Lady Bird. En parte, porque la Academia no ha querido revivir el duelo de hace dos años entre Damien Chazelle y Barry Jenkins, directores de First Man y El blues de Beale Street. Aquel percance pasará a la historia como el Óscar que no ganó La La Land en vez del que consiguió Moonlight. Podría citar unas cuantas pequeñas injusticias más, pero esto se convertiría en una hoja de reclamaciones, de ruegos y de protestas y no pretende serlo.
Me pone en alerta la campaña mediática, primero en contra y ahora a favor, de Green Book, la Campeones de los Óscar. Hasta Steven Spielberg ha visto la película de Peter Farrelly (Dos tontos muy tontos o Dos tontos todavía más tontos) cuatro veces en apenas dos días. Y más allá de ser una mala noticia, es bueno saberlo. Mejor hacerse a la idea de que el desenlace llegue por sorpresa. Green Book funciona como un tiro, tanto que se dispara a su propio pie. Pretende no ser racista y lo acaba siendo. Fiel reflejo de la industria de Hollywood, no me extrañaría que se hiciese con la principal estatuilla.
Por su parte, Ha nacido una estrella fue la primera gran favorita, pero su estela se ha ido apagando con los meses. Escuché que Bradley Cooper sería coronado como mejor director, no miento; pero la realidad es que lo quieren más fuera que dentro. Ni siquiera lo hará como mejor actor. La misma suerte correrá su compañera de reparto Lady Gaga, a la que no hay nada que objetarle. Con su actuación, firmó un debut sobresaliente, pero tendrá que conformarse con la mejor canción, Shallow, si Glenn Close u Olivia Colman no le ceden el premio a mejor protagonista. Me temo que tendrá que ser en otra ocasión, porque ninguna de las dos lo tiene y no están dispuestas a hacerlo. La Academia tampoco, aunque debió premiar a Emma Stone, cuyo personaje, mal calificado de secundario, da nombre a la película de Yorgos Lanthimos, La favorita.
Igual de falsa es Bohemian Rhapsody, una película con muchas carencias, empezando por el director, pero que, al mismo tiempo, puede llegar a fascinar. Sin ir más lejos, la crítica la califica de mediocre y el público la adora. Sobre todo, los fans de Queen. Puede que eso sea todo lo que haya que pedirle al cine o, cuando menos, a cierto cine. Rami Malek, con su imitación de Freddie Mercury (imitación, no interpretación, no olvidar que los últimos 20 minutos de metraje son puro playback), es el motivo por el que merece la pena verla. Igual ocurre con Christian Bale. De poco le habrá servido ganar 20 kilos en cinco meses, afeitarse la cabeza, aclararse las cejas y fortalecer su cuello, para representar al exvicepresidente de Estados Unidos Dick Cheney en El vicio del poder. O sí, aunque eso habría que preguntárselo a su cartera. Ella tiene la respuesta; solo de pensarlo se me hacen los ojos chiribitas.
Sin embargo, todavía no he encontrado contestación para qué deben premiar los Óscar, si a lo que les gusta a los espectadores, a la crítica profesional, o si, en cambio, tiene que haber un equilibrio. Por supuesto, el debate es inabarcable en estas líneas. Para mí, sería decepcionante que no ganasen Roma y Alfonso Cuarón. Además, en tiempos de Donald Trump, ardo en deseos de que la primera película en habla en no inglesa en ganar el Óscar a mejor película sea mexicana y de Netflix. Mi recomendación es que, aunque no te enganche, la termines, porque lo mejor viene después, cuando acaba. Como ocurre con el buen cine. Y Roma lo es. No obstante, si finalmente se impone Green Book, siempre hay tiempo de persuadir a la Academia para que rectifique. De la misma forma en que, en un principio, tenía planeado entregar varios premios durante las pausas publicitarias y, al final, cambió de opinión.
Una falta de respeto y de gusto, en definitiva. En general, porque no se debe desmerecer a ninguna categoría. Y en particular, porque ha habido cine mudo, sin música, pero Bohemian Rhapsody no sería siquiera película sin montaje. Roma o Cold War, tampoco sin fotografía. Sin cortometrajes, no habría cantera de directores. Incluso, Bale, por mucho que engordara, sin maquillaje y peluquería, no se parecería, ni por asomo, a Cheney. Además, nadie, pero absolutamente nadie, va a dejar de ver los Óscar solo por que duren un poco menos. Donde caben dos, caben tres… horas, o cuatro. En fin, en qué estaría pensando la Academia, de nuevo.
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