Fue recogepelotas de su idolatrado Borg en el US Open de 1972, con 13 años. Nació circunstancialmente en Wiesbaden, Alemania Occidental, donde su padre estaba destinado en la Fuerza Aérea de EE.UU. Quizá por eso desde el principio a John McEnroe se le frunció el ceño y se forjó un carácter más propio de una marine que de un niño corriente que solo quería jugar al tenis. Según su padre, cuando John Jr. tenía solo dos años de edad, podía golpear una pelota con un bate de plástico, y a los cuatro años podía golpear ya a una distancia considerable. «Mi padre me ayudó a creer en mí mismo. Tuvo dos trabajos para mantener a la familia antes de convertirse en abogado. Nada le gustaba más que pasar tiempo con nosotros el fin de semana o venir a vernos a los entrenamientos. Fui el máximo anotador en el equipo de fútbol de mi escuela secundaria durante cuatro años y jugué como base en baloncesto durante dos años. Sucede que vivíamos a una calle del club de tenis. Nos unimos como familia y solíamos pasar el rato allí. Cuando noté mi habilidad natural, mi padre me animó a llevarla al siguiente nivel. Me dijo que podía hacerlo, que podría ser el mejor. La ironía fue que mis padres no jugaban al tenis hasta que empecé a meterme más en serio».
Sin embargo, es posible que el carácter de John estuviese mucho más marcado por la personalidad de su madre, Kay McEnroe, enfermera quirúrgica, que por la de su padre. «Mi madre era el pegamento de la familia, pero muy estricta. Como yo era el primogénito, creo que ella era más estricta conmigo que con mis hermanos. Ella nos contaba que cuando mi padre fue a la escuela de derecho y, de los 500 estudiantes, terminó segundo en su clase, le dijo: «¿Por qué no terminaste primero?» Al año siguiente, quedó primero. La moraleja era que ella siempre quiso que hiciéramos todo lo posible y pusiéramos todo nuestro esfuerzo porque sabía de lo que éramos capaces. Me empujé hacia la perfección. Solía llorar cuando no obtenía una A en mis exámenes en la escuela secundaria. Mi madre siempre estuvo ahí para mí, sin importar qué. Ella solo venía a mis partidos de tenis si pensaba que iba a perder. Me cuidó, realmente no le gustaba y si pensaba que alguien se estaba aprovechando de mí, eso significaba el final de esa amistad».

«Tuve suerte de que mis padres no fueran agresivos. En estos días, es mucho más intenso para los atletas en ciernes, que están desarrollando su talento mucho más jóvenes. Mis padres probablemente estaban más preocupados porque continuara con mi educación y fuera a una buena universidad. No querían que pusiera todos mis huevos en una cesta porque sabían los riesgos de ser atleta y cómo una lesión puede obstaculizar su carrera». McEnroe fue a la Trinity School, una escuela preparatoria de la Ivy League muy conocida y cara en Manhattan, donde era conocido por ser un chico divertido, ingenioso, pero también, muy alborotador. John siempre se mantuvo por encima de la media académica, aunque podría haberlo hecho mejor si no fuera por sus muchas actividades deportivas: cuatro años de fútbol y tenis, así como dos años de baloncesto. Creció en Queens y varios clubes de la zona le sirvieron para dar sus primeros raquetazos hasta recalar, a los 12 años, en la academia de tenis de Port Washington, en Long Island. Allí su camino se cruzaría con un hombre que marcaría su carrera y su vida para siempre: el legendario Harry Hopman. Hopman había sido el descubridor de una maravillosa generación de jugadores australianos que dominó el mundo del tenis en los años 50 y 60 del siglo pasado: Laver, Rosewall, Hoad o Emerson. Lideró a este grupo de monstruos durante más de 20 años como capitán de Copa Davis y juntos conquistaron 16 ensaladeras.
La brisa del verano de 1977 mecía las redes de Wimbledon cuando un joven tenista desgarbado procedente de Nueva York pisaba la hierba sin permiso y se enfrentaba a Cliff Richey, un jugador que ya había peleado en mil batallas, campeón de Copa Davis y número 1 de Estados Unidos en 1970. Tras varias interrupciones, gritos y quejas por parte del jugador de Queens, Richey, austero en gesto, parco en palabras tanto dentro como fuera de la pista, pero considerado un bad boy original, puso los brazos en jarra, miró al público y se sacó de la manga todo un speech sobre la deshonra que McEnroe suponía para el tenis. Richey tenía parte de razón, muchos son los bochornos protagonizados por McEnroe a lo largo de su carrera, pero también se convertiría –y es lo que Richey no pudo ver– en uno de los mejores tenistas de la historia. Desde el infierno a las alturas, de un puesto 233º a alcanzar las semifinales de Wimbledon en aquel 1977 cuando cayó derrotado por Jimmy Connors. Nadie sabía que aquel pecoso pelirrojo de 18 años solo cumplía con aquello que siempre le habían pedido sus padres: dar lo mejor de sí mismo, para bien o para mal.
Tras su flamante irrupción en Wimbledon, 1978 supuso su consolidación el tenis de élite. Se graduó en la Universidad de Stanford y consiguió el título NCAA tanto en individuales como en dobles y en ese mismo año firmó su primer contrato publicitario con Nike. Su primer título llegó en Hartford, justo después de perder en semifinales del US Open, otra vez, ante el que sería su gran rival, Connors. Ganó tres títulos más que le valdrían para clasificarse para el Masters, donde ganó todos los partidos y venció en la final a Arthur Ashe. Un huracán estaba en ciernes. Un año después, volvió a encontrarse con Connors en la semifinales del US Open y obtuvo su ansiada revancha imponiéndose ante uno de sus máximos rivales históricos. En la final superó a Vitas Gerulaitis, una de las figuras del momento, con el que compartió después una gran amistad. Conseguía así su primer Grand Slam, convirtiéndose en aquel momento en el jugador más joven en ganar el torneo con 20 años y 6 meses. John McEnroe logró el número 1 mundial en marzo de 1980 tras una travesía que ya forma parte de la historia del tenis –su estratosférico 1984, el mejor año de un jugador en toda la era Open, cuando ganó 82 de los 85 partidos y 13 de los 15 torneos que disputó–, y cuyos momentos con Borg y Connors han quedado grabados en nuestra memoria para siempre. Con el sueco compartía una mutua admiración, pero al norteamericano le profesaba una cruda animadversión, también mutua, por cierto.
Es difícil encontrar los orígenes de su ira o las razones de los violentos estallidos que le han hecho ser quién es. El mismo McEnroe reconoce que solo tiene ciertas hipótesis porque en su infancia no sufrió en exceso ni puede echarle la culpa a ningún desencadenante traumático. McEnroe fue un niño que hacía que le suspendieran como parte de una estrategia premeditada para trabajar su capacidad de recomponerse frente al fracaso. Hoy, aquel niño nacido para entrar en el Olimpo del tenis es padre de seis hijos, cinco propios y una hijastra. Cada vez que habla de sus hijos, se acuerda de sí mismo y del apoyo que recibió por parte de sus padres a la hora de afrontar el camino que le tenía deparado el destino: «Siempre he querido ser alguien cuyos hijos estuviesen seguros de que su padre les quiere. Quería que supieran que, sin importar lo que sucediera en nuestras vidas, podrían volver a casa, a un lugar seguro donde se sentirían alimentados y queridos. Siempre les respaldaré por encima de todo».
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