El edificio que centró aquel día todas las miradas tenía su propia historia aunque pronto quedó sepultada. El número 3 de Savile Row, en el corazón del Soho londinense, había pertenecido desde finales del siglo XVIII al almirante Nelson, el mismo que se ganó la eternidad con la batalla naval de Trafalgar. Cuando los Beatles se trasladaron allí ya libraban su propia batalla, a mediados de 1968. Buscaban pagar menos impuestos y reinvertir parte de su fortuna a través de un conglomerado de empresas (Apple Corps.) que les proporcionaba, además de ciertos beneficios fiscales, unos estudios propios, un sello, una productora de cine y una tienda. Todo ello concentrado en un edificio de cinco plantas por el que el cuarteto de Liverpool había desembolsado medio millón de libras. En la última de esas cinco plantas fue donde ellos hicieron historia. Allí firmaron el principio del fin.
Nadie contaba con que aquellos 42 minutos repartidos en seis canciones fueron la última vez que se les vio tocando juntos, en directo y con público. Ninguno de los espectadores, en su mayoría oficinistas del West End londinense que se vieron sorprendidos por el ruido, habían sido invitado a ese concierto improvisado. Los curiosos comenzaron a acercarse al número 3 de Savile Row, pero desde la calle solo se veía a algún que otro operario de cámara que se cercioraba desde la última planta de la que allí se estaba formando. Ante el rumor de que eran los Beatles, ventanas y tejados empezaron a llenarse de gente. Los más privilegiados eran los trabajadores de Apple Corps, que en primera fila de la azotea disfrutaban de los Fab Four. El abrupto final quizá fue un anticipo de lo que estaba por llegar. Unos bobbys acabaron con la fiesta. Alguien se había quejado del ruido.
Las Pirámides, un transatlántico y finalmente… la azotea
The Beatles llevaban desafinando un tiempo. La relación entre los cuatro miembros de la banda se había empezado a resquebrajar tras la muerte por sobredosis de barbitúricos de Brian Epstein. El que fuera manager del grupo británico desde 1961, había muerto en agosto de 1967 y para entonces era más que un segundo padre para cada uno de ellos. Esa pérdida no solo erosionó al grupo, también apagó el entusiasmo y la confianza mutua, e incluso la creatividad quedó resentida. A todo ello hay que sumar la presencia ya permanente, casi como un apéndice, de Yoko Ono, la pareja de Lennon que el resto del grupo no aguantaba. En ese clima se iniciaron las sesiones de grabación de lo que iba ser el nuevo disco de The Beatles el 2 de enero de 1969. El lugar elegido fueron los estudios cinematográficos de Twickenham (Londres) y a los mandos estaba Michael Lindsay-Hogg, encargado también del rodaje del documental que acompañaría al disco.
Pronto los Fab Four chocaron con Michael. No solo sus biorritmos eran diferentes, también sus criterios. The Beatles estaban acostumbrados a grabar en los estudios de EMI, a su aire, en largas sesiones nocturnas que se alargaban hasta la madrugada. Los de Liverpool se quejaron de que los estudios de Twickenham eran fríos y tenían mala acústica; por si fuera poco tenían que ensayar por la mañana y a primera hora de la tarde para que el equipo de grabación les filmara. En ese ambiente caldeado, donde solo McCartney mostraba interés por avanzar en la preparación del disco, la chispa prendió el 10 de enero.
Una dura discusión con Paul como protagonista terminó con la amenaza de George Harrison de abandonar el grupo. La sarcástica respuesta de John Lennon no calmó las tensiones: “Lo sustituimos por Jimmy Hendrix o Eric Clapton y hacemos como que no ha pasado nada”, dijo John. Aquel incendio se apagó pero todos fueron conscientes de que había cambios que hacer. Las sesiones dejaron de hacerse en Twickenham y se trasladaron a los estudios de grabación que Los Beatles tenían en su empresa, en el edificio de la calle Savile Row, cerca de la estación de Picadilly Circus. Al poco de llegar allí el propio Harrison invitó al pianista Billy Preston, gran amigo del grupo desde sus días en Hamburgo, para que participara en las sesiones de grabación.
Ya entonces, en aquellas primeras sesiones surgió la idea del concierto. También el dónde, el cuándo y el cómo hacerlo. En este punto hay que recordar a los lectores menos avezados en The Beatles, que la última actuación del cuarteto de Liverpool había sido el 29 de agosto de 1966 en el Candlestick Park de San Francisco. Como si en el ambiente flotara ya que podía ser la última vez, para esta nueva actuación buscaban algo transgresor y trascendente, una vuelta de tuerca a la altura de la cúspide musical en la que habitaban. Tuvieron ideas descabelladas como tocar a bordo del transatlántico Queen Elizabeth 2 lleno de admiradores o frente a las pirámides de Giza con un público formado por beduinos del desierto. También plantearon otras con un fin más solidario: tocar en un hospital rodeados de niños enfermos. Pero ninguna de ellas satisfacían a todos los integrantes del grupo.
Según asegura Billy Preston en el libro Beatles Gear, fue John quien tuvo la ocurrencia de sacar los instrumentos del sótano/estudio donde ensayaban y subirlos a la terraza. Aunque Michael Lindsay-Hogg, director del documental que se grababa a la par, afirma que fue él quien llevó a The Beatles a las alturas. La duda se mantiene 50 años después y, aunque la opción elegida fue la menos llamativa, el cuarteto de Liverpool consiguió lo que pretendía, una magnífica maniobra publicitaria que al día siguiente fue portada en los principales periódicos del país y protagonista en los noticieros de todo el mundo. Pese a todo, y sin querer romper la mística que rodea a este concierto, The Beatles no fueron los primeros en hacer esto. Uno meses antes la banda Jefferson Airplane había hecho algo similar en Nueva York. Aunque los que pasaron a la historia fueron los de Liverpool. Desde entonces las réplicas se han sucedido como si de un seísmo se tratara. Quizá la más lograda sea la de U2 y su Where the streets have no name.
¿Hemos pasado la audición?
Así se llegó al 30 de enero de 1969, el día que The Beatles habían previsto grabar la última parte del documental que estaban realizando mientras preparaban su siguiente disco. Bajo el título de Get Back se agrupaban las canciones que tocaron ese día en el techo del edificio adquirido un año antes. Ese título aludía precisamente a una vuelta atrás para recuperar el sonido rockero del grupo y la frescura de sus primeras grabaciones. Cuando los Fab Four aparecen en el último piso de Savile Row todo está listo para que empiece el espectáculo, las guitarras afinadas, la batería de Ringo cubierta con pañuelos en la caja y en los toms para reducir el impacto del sonido, incluso hay una manta dentro del bombo para aplacar su resonancia. Los amplificadores están conectados al igual que los monitores de sonido y los micrófonos se han recubiertos con medias de mujer para reducir el ruido del aire.
Es la hora del almuerzo en Londres y el principal inconveniente con el que se encuentra la banda de Liverpool son los siete grados que hay en ese momento. Tanto John como Ringo intentaron combatirlos con los abrigos de sus respectivas esposas. El rojo chillón de Maureen y el bisón color café de Yoko Ono quedaron también inmortalizados para la historia. Peor lo pasó Paul McCartney que entre canción y canción gritaba que no sentía los dedos. Otra de las curiosidades de ese día es que los cuatro de Liverpool eran en realidad cinco. Billy Preston, amigo de correrías de George Harrison en la época de Hamburgo, fue invitado por este para que tocara el piano eléctrico y el órgano Hammond, convirtiéndose así en uno de los pocos artistas que puede presumir de haber colaborado con The Beatles.
Cuando las primeras notas de Get Back empezaron a resonar con el viento agitando sus melenas, la azotea estaba ya llena de curiosos, de afortunados en realidad, que estaban presenciando un momento histórico. En primera fila, sentada en un extremo destacaba la inquietante mirada de Yoko Ono, vestida de un negro riguroso. A Get Back le sigue otro hit como Don’t let me down y I’ve got feeling es la tercera del repertorio. Para entonces Savile Row es un hervidero de curiosos que miran a la azotea del número 3 preguntándose si esos que cantan son los Beatles. Sus fans más acérrimos no dudan y trepan a ventanas y tejados para verlos además de escucharlos. La cuarta canción que tocan es One after 909, una canción que guarda una historia particular.
Este tema fue el primero que escribió John Lennon con la ayuda de un nuevo amigo que había hecho a los 17 años. Se trata de un blues y nunca ha pasado a la historia por ser una de las canciones más reconocidas, pero para el grupo siempre tuvo un significado emocional enorme. Ese amigo que ayudó a componer la canción a Lennon fue Paul McCartney. “No es una gran canción, pero sí una de mis favoritas porque me trae grandes recuerdos de John y yo tratando de escribir esta canción sobre un tren de mercancías”, dejó escrito Paul en el libro All The Songs: The Story behind Every Beatles Release.
A esta le sigue Dig a pony, antes de que el ritmo vuelve a acelerarse con Get Back. En este tema reluce especialmente George Harrison y su guitarra Telecaster. El instrumento había sido fabricado exclusivamente para el músico. La guitarra fue diseñada por Roger Rossmeisl y Philip Kubicki, y fue un regalo de la marca Fender a Harrison. De hecho fue enviada desde Estados Unidos a Inglaterra, el transporte se hizo en avión y la guitarra dispuso de su propio asiento en la aeronave. A esas alturas de concierto, las aceras se habían quedado pequeñas, los coches ralentizaban su paso a la altura del 3 de Saveil Row y algún que otro comerciante de la zona empezaba a quejarse de que ante tal avalancha de curiosos nadie reparaba en su tienda. Cuando los acordes de Get Back resuenan por segunda vez desde la azotea un trío de bobbys ha subido hasta el último piso del Apple Corps. para pedir explicaciones.
La banda de Liverpool es consciente de su presencia, pero para nada se atemorizan. Ante la mirada impasible de las fuerzas de seguridad la respuesta de The Beatles es más Rock & Roll. Aquello llena de adrenalina a McCartney, Lennon y compañía y tras un amago de desconectar los amplificadores, las notas de Get Back se alternan con mensajes socarrones como los de Paul: “Habéis estado tocando por las azoteas otra vez y ya sabéis que a vuestras mamás no les gusta. ¡Va a hacer que os detengan”. Mientras tanto, Michael Lindsay-Hogg, director del documental, negocia con los agentes y hace señas a los integrantes del grupo. Al terminar Get Back concluye también el concierto, aunque Lennon deja su sello en la despedida: “Quiero dar las gracias en nombre propio y del grupo, y espero que hayamos pasado la prueba”. Una despedida que es también un guiño irónico a las pruebas de audición en las que fueron rechazados en sus inicios.
Esa frase es la utilizada también para cerrar la película documental que finalmente se llamó Let it be, al igual que su último disco. La película estrenada en 1970 se alzaría con el Premio Oscar a la Mejor Banda Sonora Adaptada y encumbraría aún más aquel concierto en la azotea, historia de la música y la cultura popular que ha llenado durante cinco décadas el imaginario colectivo de los seguidores y también de los detractores de los Beatles. Hoy, el edificio que ejemplifica como pocos la ruptura emocional del grupo en la cúspide de sus carreras, es propiedad del grupo inmobiliario Kier Property y está tasado en 25 millones de libras. La música resuena ahora a través de Spotify allí, en un espacio reconvertido en oficinas y locales comerciales de alquiler. Si alguna vez alquilan que sepan que el precio incluye también un trocito de historia, el del último show de los Beatles, cuando cuatro chicos de Liverpool alcanzaron con su música la azotea de la industria musical.
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