Escribo estas líneas desde la admiración más profunda —y posiblemente muchos me acusen de ser una relativista moral—. Soy capaz hasta de aplicarme palabras que Woody Allen ha pronunciado para explicar mis propias pasiones, por ejemplo, por la escritura: «Una vez escuché que Picasso decía que cuando veía un lienzo en blanco sentía la necesidad de llenarlo de color. A mí me pasa lo mismo, soy feliz cada vez que le quito el precinto a un cuaderno para poder estrenarlo y llenarlo de palabras.» Pero también, por Diane Keaton. Así la definió Woody en una entrevista en Argentina antes del estreno de Wonder Wheel: «Cuando era joven, escribía desde mí mismo y para mí mismo. Pero entonces llegó Diane. En ella descubrí una mujer brillante, sensible, atenta al mundo y artísticamente muy dotada. Pero sobre todo una persona maravillosa como ser humano. Vivimos juntos y, de alguna manera, empecé a escribir para ella y con ella en mente. Tenía una visión más profunda y compleja de la existencia. De ahí surge buena parte de mis personajes femeninos. Keaton fue mi educación sentimental…» Esta reflexión escandalizará a varios lectores, pero también será el punto de partida para una divertida discusión en la que nunca nos pondremos de acuerdo ni sobre su vida, ni sobre su obra. Insisto en la división, porque es sumamente importante separar ambos conceptos si queremos ser capaces de juzgarle sin animadversión ni prejuicios que nos nublen la vista, el tacto, el olfato o el gusto.
«Sentirse culpable es importante. Yo me siento culpable todo el tiempo y nunca he hecho nada»
Broadway Danny Rose, 1984.
Nunca me ha gustado odiar. No lo he hecho nunca y no sucumbí a la tentación hace poco cuando un hashtag le quitó el polvo a los fantasmas de la vida de Woody Allen. No odiaré nunca a nadie porque se me diga que merece ser odiado. Hasta que se me demuestre lo contrario, prevalecerá la neutralidad. Si nos deshacemos de lo extraordinario por la presión social, por el desacato ante la presunción de inocencia, o por la falta de creencia en la justicia, perderemos nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro; nuestra cultura, nuestro patrimonio y nuestra dignidad. La vida y obra de todos los hombres y mujeres extraordinarios no está a salvo de los justicieros que se esconden detrás de un avatar. Nadie se escabulle a la caza de brujas.
La ley no está en nuestras manos, para eso hay jueces. Nuestra opinión dista mucho de ser una condena o un salvoconducto. No dejemos que nuestras propias miserias construyan una realidad que aunque nos duela, no podemos manipular a nuestra imagen y semejanza. Entendamos de una vez, que no tenemos ni idea de lo que ocurre ahí fuera, ni de la vida de las personas que nos rodean, porque para empezar, no tenemos derecho a saberlo.
«La gente quiere una vida ficticia y los personajes ficticios una vida real»
La rosa púrpura del Cairo, 1985
Yo prefiero quedarme con el genio, con el humorista, con el escritor, con el director, con el músico, con su excentricidad, con su timidez. Todo eso me enriquece. Les propongo y les ruego que se aferren a una manta y vean la filmografía completa de Woody Allen. Que lean el guión de Manhattan o el de Annie Hall, sus libros, sus entrevistas, sus artículos en el New Yorker; que pongan en Youtube Songs from Woody Allen’s Films y sigan leyendo este escrito con esa banda sonora de fondo. Si todavía no han salido corriendo y quieren conocerle un poco mejor, lean también Woody Allen Speaks Out, una carta publicada el 7 de febrero de 2014 en New York Times o Woody Allen el último genio de Natalio Grueso. No se pierdan tampoco Woody Allen, el documental (2011).
«De niño solía meterme en el cine para evadirme, a veces veía hasta doce o catorce filmes a la semana. De adulto he podido permitirme una vida en cierto modo regalada. Hago las películas que quiero, y por lo tanto durante un año consigo vivir en ese mundo irreal lleno de hermosas mujeres, hombres ingeniosos, situaciones dramáticas, trajes de época, decorados y realidades manipuladas. Por no mencionar la música maravillosa y los lugares a los que tengo acceso. Ah, y a veces hasta consigues salir con alguna de las actrices. ¿Qué más se puede pedir? El cine me ha brindado un modo de evasión en la vida, pero al otro lado de la cámara, en lugar de hacerlo del lado del espectador. Resulta irónico que haga películas con fines de evasión, pero no es el público quien se evade, sino yo.» Sin lugar a dudas, esta es una de las mejores reflexiones que Woody Allen le deja a su biógrafo Eric Max. ¿Por qué? Porque no solo refleja o explica la motivación personal del neoyorkino para ponerse detrás de una cámara, sino también por qué nos atrapa su cine. Lejos de hacernos creer que somos caballeros andantes, Woody Allen nos sumerge en sus propias inseguridades, que son las nuestras; en sus miedos, que compartimos; en nuestros más viscerales deseos, que tan bien reconocemos en nosotros mismos cuando nos ponemos delante de sus personajes arquetípicos. Allen siempre ha pretendido que nos diésemos la mano educadamente, lejos de querer una guerra con el espectador donde hubiese vencedores y vencidos.
«Oh sí, por supuesto, Bergman es mi ídolo»
El cine de Woody Allen es un proceso de experimentación y reinvención en sí mismo. Resultaría imposible entender su carrera sin la influencia del cine europeo, sobre todo de Ingmar Bergman, un creador que ha empapado la filmografía de Allen durante toda su vida. Hay decenas de guiños al maestro sueco, y en general, al arte y a la cultura del viejo continente. Incluso entre sus películas favoritas encontramos dos referencias que nos enorgullecen, El discreto encanto de la burguesía y El ángel exterminador, de Luis Buñuel. Si Buñuel y Allen hubiesen podido trabajar codo con codo, el surrealismo hubiese cobrado otro sentido. Según cuentan, Woody Allen quiso trabajar con Buñuel y le envió una carta para que participara en Annie Hall, encarnándose a sí mismo para que parodiase las reacciones que provocan sus obras. Buñuel nunca le contestó. Después de aquello, Allen se acordó del cineasta aragonés en Midnight in Paris, cuando Gil Pender conoce a Buñuel y le propone el argumento de El ángel exterminador para hacer una película. Los maestros de la ensoñación hubiesen hecho grandes cosas juntos. Una lástima.
Nunca me quedó otra que esperar integridad de Woody Allen, porque, entre otras cosas, sigo creyendo en la prudencia. Para afilar la guillotina, ya habrá tiempo. Y ahora que seguirá celebrando sus éxitos con una buena dosis de jazz y silencio, lo único que deseo es que se ajuste las gafas de pasta con el dedo índice, sople las velas y pida ser capaz de transportarnos a otra realidad durante, al menos, otros noventa minutos. Solo una vez más. Para terminar, quiero recuperar unas palabras que Allen le dijo a Natalio Grueso cuando éste le enseñó el título de su libro, Woody Allen, el último genio, con el que el propio Woody, por supuesto, no estaba de acuerdo: «¿Un genio yo? Entonces qué son Shakespeare, Mozart o Einstein. No, no, yo sólo soy un humorista de Brooklyn que ha tenido mucha suerte en la vida.» Les pido que nos tomemos la vida con su sentido del humor, es nuestra única salvación. Parafraseando a Garci, merece la pena vivir por ver el cine de Woody Allen.
Hola Irene. Cada día disfruto mas con tus artículos. Donde se te puede leer, aparte de aquí?? Muchas gracias
¡Muchas gracias, Félix! Es un orgullo recibir palabras tan bonitas. De momento, soy un producto de venta exclusiva en A La Contra, así que nos vemos por estos lares. ¡Un abrazo!
Una pena, porque te che buscado por la red, y tu apellido (que es el mío) no da para mucho. Será una placer seguir leyéndote por aquí.
Gracias por tu amable respuesta
[…] que nos nublan con demasiada frecuencia el resto de los sentidos. Y si no, que se lo pregunten a Woody Allen. Coincido plenamente con las declaraciones en el diario.es de Barbara Zecchi, Doctora por la […]