La memoria edulcora lo pretérito y en ese contexto se entiende que miremos con condescendencia a lo antiguo y con recelo a lo nuevo. Probablemente, ni lo que vivimos ya fue tan sublime como recordamos, ni lo que nos queda por vivir vaya a ser tan vulgar como imaginamos al envejecer, aunque a la mayoría de los seres humanos el cerebro les engañe para acomodarles ante el pasado y para alertarles contra el futuro. Yo, sinceramente, quizá porque fui viejo desde que era joven, creo que no soy uno de ellos: ahora mismo me siento notablemente más feliz conmigo mismo y con los que me rodean que hace diez o quince años, exponencialmente más feliz todavía si lo comparo con esa época estúpida y atolondrada que es la adolescencia.
He aprendido a respetar mis contradicciones. He tenido más experiencias. He conocido a un número mayor de personas para darme cuenta de que solamente me importan unas pocas. He aumentado mis incursiones lejos de mi zona de confort (a veces, incluso, le he dado tal patada a mi zona de confort que hasta me ha costado volver a encontrarla después). Y, sobre todo, he acumulado los fracasos suficientes para saber que la única gran verdad que esconde la vida es sencilla y simplemente que hay que vivir. No tiene ningún misterio más. Si te quedas sentado en la orilla rememorando lo que pudo haber sido y ya nunca será, la ola que no cesa te arrastra hasta el agua y la corriente te acaba sepultando en una especie de anticuada y eterna melancolía en el fondo de alta mar. También con la tecnología. Especialmente con la tecnología, mejor dicho.
No tengo Facebook, ni Twitter, ni Instagram. La webcam de mi portátil está tapada desde antes de que lo encendiera por primera vez. En mi teléfono móvil únicamente hay tres aplicaciones: WhatsApp (cada día de mi vida disfruto imaginando que la elimino), una grabadora de voz para poder realizar las entrevistas o reportajes en mi trabajo y la aplicación para ver las facturas y el consumo de mi operador móvil. Y, sin embargo, si alguno se lo pregunta, siempre preferiré jugar a la PlayStation 4 Pro que a la PlayStation 1 y no cambiaría por nada del mundo mi ordenador actual por aquel primer ordenador que entró en la casa de mis padres pese a que lo más seguro es que haya gastado más horas de disfrute en aquel primero que en este último. Ni siquiera rechazo la revolución tecnológica como sinónimo de pérdida de valor en nuestro trabajo aunque la mayoría de las veces, por desgracia, sea así y, llegando hasta el fondo de mi sinceridad, consumo y disfruto muchos análisis de datos creados por la Inteligencia Artificial y el Big Data, especialmente los relacionados con el mundo del deporte estadounidense. Si quiero llegar todavía más lejos en estas líneas, tengo que reconocer también que, personalmente, el bot creado por Narrativa me parece algo extremadamente positivo para el periodismo, ya que permite a los periodistas poder liberarse de una importarte carga de trabajo y poder centrarse en los aspectos de este oficio que han sido brutalmente cercenados desde 2008 por culpa de la crisis económica mundial. El análisis, la ética, la elaboración, el buen funcionamiento, la paciencia, la comprobación, la profundidad… Supongo que, a grandes rasgos, ya saben a lo que me refiero.
Y, a pesar de todo ello, estoy escribiendo esta columna de opinión en contra de ese maldito bot.
Porque, en realidad, todos estos años de experiencia me han enseñado que el neoliberalismo, con su economía californiana disfrazada de utilidad social, volverá a aprovechar en su propio beneficio una idea que asépticamente puede ser acertada. Y que habrá pérdida de trabajo. Y que llegará la reducción de salarios. Y que la voracidad irascible de aquel 1% de siempre gozará de nuevos beneficios ilimitados. Y que nos dirán que el sistema de pensiones y el sistema sanitario son insostenibles (es mentira, no se lo crean). Y que la gente empezará a aseverar que la democracia no es compatible con el capitalismo (el 42.4% de los españoles opina en la actualidad así, según un estudio de la empresa 40dB para El País publicado el pasado mes), que los poderes económicos han terminado por derrotar completamente a los poderes políticos y que la democracia ya no es la mejor forma de Gobierno. Y que algún iluminado instaurará como siempre el miedo hacia lo diferente, hacia las minorías. Y que alguien, entonces, recurrirá a las patrias, a las fronteras y a los nacionalismos. Y que, al final, se apelará a los sentimientos hasta que algún fascista, de izquierda o de derecha, alcance el poder.
Y que, en definitiva, como principio y tal vez también como conclusión, el redactor terminará en la calle mientras su extinta nómina alimenta en bolsa la crematomanía del dueño del medio de comunicación.
Por culpa de ese maldito bot, sí. Pero, especialmente, por nuestra propia culpa.
[…] […]