Qué debemos decirles a nuestras hijas: que caminen mirando atrás? ¿Qué no contesten si les preguntan por la calle? ¿Qué se crucen de acera si alguien las mira raro?
¿Hemos de contarles la cruda realidad, aun a riesgo de que se atemoricen, o disfrazarla como en una película de dibujos animados, disimulando nuestro propio temor para que ellas también lo disimulen?
¿Tenemos que confesarles desde muy niñas que suceden estas cosas o esperar a que lo descubran por ellas mismas cuando lo escuchen en las noticias o alguien se lo cuente en el colegio mezclando rumor, crónica negra y realidad?
No tengo las respuestas.
Como madre, quiero una ley que impida las anunciadas reincidencias de delitos y delincuentes que parecen no tener cura.
Como madre, quiero una sociedad que me permita no sentirme indefensa cada vez que mi hija va o vuelve sola de algún sitio.
Cuando era niña, una compañera de mi colegio fue asesinada. Iba a comprar algo a una papelería cercana y no volvió a casa. Su ataúd blanco, en el patio del centro, fue un golpe certero a nuestra inocencia.
Varias décadas después sigo sintiendo ese temblor en los huesos. Recuerdo que unos días más tarde del terrible suceso yo iba un sábado hacia el colegio, donde tomaba clases de tenis.
Me di cuenta de que un hombre me miraba desde la otra acera y comencé a ponerme nerviosa. Eran las tres de la tarde, pero sentí el mismo miedo que si fuese noche cerrada. El desconocido se cruzó conmigo y, justo en ese momento, cuando compartíamos el mismo plano en el espacio, se agachó como a atarse los zapatos, en lo que yo interpreté como un intento de agarrar mi pierna. Mi reacción fue inmediata e irreflexiva: solté el brazo en el que portaba la raqueta y le di un golpe en la cara con todas mis fuerzas.
Aquel hombre se quedó mirándome sin palabras. Estupefacto por lo que acababa de ocurrir y seguramente por el dolor y yo, muda también, eche a correr hacia el colegio.
Posiblemente, todo fue un cúmulo de casualidades y aquel ciudadano, al que estuve tentada de pedir disculpas mediante una carta en el periódico local, no iba a hacerme ningún daño. Pero lo más triste de todo es que hoy, tres décadas más tarde, no tengo claro que hayamos cambiado como para que una niña que se siente amenazada tenga otra defensa. Una raqueta. Un golpe. Una carrera.
Escribo esto en memoria de Laura Luelmo, la profesora que ha perdido la vida tras ser interceptada por un asesino y violador reincidente cuando iba a hacer un poco de ejercicio.
Lo escribo porque no sé cómo decirle a mi hija que se proteja. Y porque me acuerdo de mi raqueta y de aquel hombre. Y siento escalofríos por lo poco que hemos cambiado.
Es un miedo terrible.. No solo por lo que puede pasar sino por la impotencia que tenemos ante estos hechos… Esperemos que nuestra suerte no se vea truncada por un desalmado y cruel loco desequilibrado que se cruce en nuestras vidas… Todos tenemos hijos e hijas… Hay que reaccionar.. Esto tiene que cambiar… Ánimo terry todos somos tu en ese momento raqueta…
Ojalá y todo cambie. No podemos seguir así con miedos.