Era pequeñito, achaparrado, casi un regalo que llega en envase chico. Tenía el pelo espeso, color castaño, los ojos como avellanas recién caídas por el viento sur. En la boca una sonrisa, mitad timidez y mitad picardía. Una sonrisa siempre, pasase lo que pasase. Que ya es bastante duro el mundo como para encima echarle cargas de muecas, ¿no? Era pequeñito, pero tenía las piernas fuertes, como si fueran columnas, y un pecho donde cabían todos los puertos del mundo. Me llamo Vicente Trueba, decía en voz muy baja, que ya le hablaban a gritos los actos. Me llamo Vicente Trueba y soy el primer rey de la montaña de la historia del Tour de Francia, podía haber añadido. Incluso, osado, es posible que hubiese reclamado su victoria en 1933. Sí, su victoria. Porque Vicente Trueba ganó el Tour de Francia 26 años antes que Federico Martín Bahamontes, su hijo adoptivo en esto de trepar. Pero no aparece en el palmarés. Como todas las historias que de verdad cuentan la suya no podemos leerla… solo escucharla entre susurros…

La primera vez que Vicente Trueba, Vicentuco, cruzó los Pirineos para correr el Tour de Francia fue en el año 1930. El estreno de las selecciones nacionales en la Grande Boucle, nada menos. “La carrera continuará siendo individual, pero se permitirá el trabajo de equipo”, dejó escrito Henri Desgrange. Lo que pasa es que los españoles, tan suyos ellos, no debieron leer ese artículo, porque allí cada uno hizo la guerra por su cuenta. ¿Trabajo conjunto? Quita, quita, eso es de vagos y maleantes. Aquí cada uno a sus cosas, y el primer rival va a ser siempre el que lleva un maillot igual que el de tu armario. Cuentan que si Cardona, incluso, hizo un poco de juego sucio: como era el único que hablaba correctamente la lengua de Molière se le pasó informar a sus compañeros que cada día había una prima económica para el primer español en meta. Ya ven, fruslerías… Seguramente por casualidad Cardona solía esprintar a los otros seleccionados para entrar justo antes que ellos bajo la última pancarta. Jajaja, qué bromista, Salvador, siempre haces esto, ¿eh?, sí, hombre, ya sabes, la honrilla y tal.

Vicente Trueba.
El autor acaba de presentar un libro que tiene como protagonista a Vicente Trueba.

Vamos, que aquello era la guerra, y a Vicente esas componendas nunca le gustaron. Porque él era montañés orgulloso, un poco hidalgo, de esos que mantenían la dignidad hasta en los peores momentos. Antes perder la vida que la honra, y todas esas cosas, seguro que me entienden. Le pesaban al pequeño Trueba sus orígenes, el Sierrapando donde vio la luz, familia de ganaderos relativamente acomodada. En las carreteras de los alrededores, cerca de Torrelavega, empezó a hacerse ciclista. Subiendo San Cipriano, Collado de Cieza, Ubiarco, Hijas. Por allí arrancaba silbidos y gestos de incredulidad. ¿Lo viste, viste al mozuco de los Trueba? Es imposible subir como él subía. Con ese estilo suyo, saltarín, el mismo que le valdría años más tarde el apodo de “la Pulga”. Con esa forma de avanzar como si no costara, trepar como si hacerlo fuera lo mismo que respirar. Que respirar para adentro, quizá. Los pensamientos. La forma sencilla, dulce, de hacer las cosas. Siempre le pareció a Vicente Trueba que la belleza era más intensa cuando se mira en solitario, así que estaba acostumbrado a hacer frente a los vaivenes del mundo solo con sus propias fuerzas. Pero la traición…ah, eso sí que no.

Así que fue decepcionante su primer paso por Francia. Destacó a veces cuesta arriba, claro, pero los otros, los grandotes, le sacaban las tripas por el llano. Es que míralos, no es justo, tan altos, tan guapos, tan bien alimentados. Y nosotros aquí, que tiramos de leche recién ordeñada y boronos. No es justo, no. Yo aquí no me vuelvo.

Lo decía en serio. No le gustaba demasiado a Vicente Trueba sufrir. Visto hoy puede parecer increíble. Transitando por aquellas carreteras que de carreteras ni el nombre tenían. Haciendo frente a mil tormentos, castigado en penalidades sin final. Tántalos sobre dos ruedas, Sísifos por el Tourmalet. Pero bueno, que dentro de su época a Trueba no le gustaba sufrir. Es tan dulce la vida, es tan lindo ascender sin apenas abrir la boca, sin descomponer el gesto, ver cómo todos van desgranándose detrás de ti como las cuentas de un rosario comprado a mitad de precio. Sí, todo eso es hermoso. Pero lo otro…el sudor, los jadeos, el sabor a sangre en la boca…eso no. No me hagan ustedes fruncir el ceño, agachar la cerviz, sacar chepa. No, se lo ruego.

Solo que…

Solo que la gloria era enorme. Y tan deliciosos sus susurros. Arrullar que viene de Capri, de Sorrento, ondular en cadencia de Escila o Caribdis. Quién podría, dime, quién podría decir que no a esas voces, a esos cantos. Si he de penar, penaré. Si he de morir, moriré cada día.

Y Trueba volvió al Tour.

Lo hizo solo, que siempre es mejor que hacerlo entre jauría de perros verdes, hombres resabiados y temporeros del barro. Lo hizo solo, digo, y destacó. Empezó a demostrar a todos lo que podía hacer. Fue en 1932, el año en que los mejores ciclistas del mundo conocieron la rueda trasera de la Pulga. Aun estaba lejos, muy lejos, en las generales, pero ya cundía el pánico cuando asomaba a lo lejos un puerto y el pequeño Trueba, el diminuto Trueba, remontaba posiciones en el gran grupo. Era, con todo, únicamente un prólogo.

Porque lo mejor llega un año más tarde. En 1933. Trueba corre en la categoría de isolé. Los olvidados de la fortuna, los jornaleros de la ruta. Sin equipiers, sin director, sin mecánico, masajista o apoyo de ninguna clase. Un uomo solo que dirán del otro. Pero tiene otras cosas. Cabeza, piernas. Tiene, también, una determinación que le impide rendirse por muy adversas que sean las circunstancias. Que, a veces, lo eran.

Vicente Trueba.
Vicente Trueba, en pleno vuelo.

Pero no en aquel Tour. O no más de lo normal para la época, vamos. Trueba disfruta. Cada vez que la carretera, obstinada, se empeña en mirar al cielo allí aparece su figura menuda, casi delicada, coronada por un pedalear aéreo que, más que avanzar, levita. Y empieza a destacar, a destacar mucho. Corona en cabeza todos los grandes puertos. Conquista el Ballon de Alsacia, como si de un nuevo Moltke se tratase. Después bate por media hora el anterior récord del Galibier. Cruza los Alpes a lomos de un elefante de acero y deja regueros de sudor y pulmones rotos allá por donde pasa. Su imagen icónica (gorra en la cabeza, cámaras enrolladas en el hombro, la boca un poco abierta, el gesto suave, como sin esfuerzo) se hace reconocible para todos los franceses, y las fotos que le muestran en mitad del trance (un primer plano más allá de Valloire, una estampa en el Vars recortándose su reflejo en el lago glaciar) se transforman en pastiches de una época, de un lugar. Es, en cierto modo, el ciclista de todos, porque el público adora a los campeones, pero ama, sobre todo, a los héroes. Y Trueba fue, aquel verano francés, el más grande de éstos.

Y, además, también debió ser el ganador del Tour de Francia. El primero, el gran laureado. Ocurrió en una etapa de media montaña, una que bajaba desde sus amados Alpes hasta el rumor tranquilo, cadencioso, del Mediterráneo. Allí hubo una escapada de cinco hombres, una de esas que van cogiendo minutos y minutos. Y Trueba, astuto, echó sus cuentas, sumó y restó, llegó a conclusiones mientras los demás solo podían pensar en seguir dando pedales como autómatas. El montañés partió en busca de la vanguardia. Cuando llegaron a meta, en Niza, las cosas estaban muy claras. Todo el pelotón había entrado fuera de control, luego el Tour quedaba reducido a solo seis ciclistas. Vicente era, además, el maillot amarillo. Los demás, a un mundo. La vida era sonrisas. Solo que…

Solo que Henri Desgrange no se atrevió. Él, que dijo siempre soñar con un Tour en el que un único hombre llegase a París (el epítome de la dureza, de la supervivencia) mostró sus miedos. Una carrera de seis. Una en la que, además, los franceses que quedaban nada tenían que hacer frente a Trueba. No, no podía ser. Así que, echando paladas sobe su propia memoria, Desgrange readmitió a todos los expulsados. Y ahí se le marchó la victoria al cántabro.

Porque seguía irresistible. En los Pirineos, más de lo mismo. Mundos de ventaja en el Tourmalet, en el Aubisque, mundos que se esfuman en bajadas y llanos, con todos los mejores corredores del mundo por detrás, a relevo, intentando alcanzarlo. Una vez, cuenta, se tuvo que abrir paso a golpes, porque los “jefes” del pelotón ocupaban todo el ancho del camino, dispuestos a impedirle saltar. Qué más daba, un par de gritos aquí, otro par de hostias allá, y ya estaba el pequeño Vicente en solitario, por delante. Era sencillamente imposible seguirle, porque se limitaba a poner un ritmo, el suyo, que mantenía perfectamente pero resultaba inalcanzable para…bueno, para todos los demás ciclistas del mundo.

Era, fue, tan hermoso…

Aun el último día, camino de París, intentó la aventura Trueba. Fue en el Sacre Coeur. Sí, el de Proust. Allí, en esa recta de arbolada pendiente, volvió a saltar Vicente. Y se marchaba solo, una vez más, solo, hasta que debió detenerse. Tan grande era el gentío, tan colosal la multitud que saludaba, amaba, adoraba a los ciclistas en aquel momento. Todos querían tocarlo, felicitarlo, sentir el mirar inteligente y la sonrisa irónica sobre su ojos. Qué más daba que estuviera aun en carrera. El público invadió la calzada, lo agasajó con su reconocimiento. Allí se le fue la postrer opción de gana una etapa.

Al final, en París, premio histórico. Sexto en la general, sí, pero sobre todo Rey de la Montaña. Él, que era montañés de nacimiento, Rey de la Montaña. El primero de siempre, nada menos. Ahí queda, directo a los libros de récords. Jamás nadie podrá quitar eso a Vicente Trueba.

Lo otro…lo otro queda en la memoria de quienes lo vieron, en el recuerdo de quienes lo contaron. Y, ¿saben?…dicen que fue hermoso. Muy hermoso.

 


Marcos Pereda es autor del libro Una pulga en la Montaña, de la editorial Libros de Ruta.

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