Delante de 62.300 personas en el Soldier Field de Chicago, el sábado 5 de noviembre de 2016, Irlanda venció a Nueva Zelanda en un partido de rugby (40-29). No fue una victoria cualquiera, ya que ese triunfo del XV del Trébol fue el primero que conseguía en 111 años de enfrentamientos. Desde que los neozelandeses vencieron en su primera visita a Irlanda en 1905, los 27 encuentros siguientes entre ambos se habían saldado con 26 triunfos para los kiwis y un único empate para los irlandeses. Hasta que llegó aquel inolvidable día en Chicago, un lugar que parecía escogido a propósito para cambiar la historia: junto a Nueva York y Boston, la localidad chicagüense, que tiñe su río de verde para celebrar St. Patrick’s Day, es una de las principales ciudades estadounidenses con herencia irlandesa. Incluso, la fecha también parecía señalada de antemano: apenas unas semanas antes, el 16 de octubre, Anthony Foley, la leyenda de la selección irlandesa y por aquel entonces entrenador del Munster, había fallecido inesperadamente a los 42 años de edad debido a un edema pulmonar surgido de un problema de corazón mientras dormía en un hotel de Suresnes, un suburbio situado al noroeste de París, horas antes de que su equipo se enfrentara al Racing 92 en la jornada inaugural de la Champions Cup. Unos días después, minutos antes de vencer a Nueva Zelanda por primera vez, sus compatriotas le rindieron homenaje sobre el césped del Soldier Field: mientras los neozelandeses hacían su haka, los jugadores del XV del Trébol se situaron sobre el campo formando un número 8, el número que tantas veces lució Foley en su camiseta verde. Hay veces que los acontecimientos históricos, como la primera victoria de Irlanda ante Nueva Zelanda, no pueden explicarse únicamente con factores razonados.
Ayer por la tarde, mientras los neozelandeses volvían a hacer su haka, durante muchos momentos el silencio en el Aviva Stadium de Dublín fue sobrecogedor. Pese a la irrespetuosa época que nos ha tocado vivir, nadie se muestra más educado ante las tradiciones, sean propias o ajenas, que los irlandeses, marcados profundamente por el catolicismo y la inmigración ultramar. Tal vez desde la complicada vida de los emigrantes, desde la difícil integración en un nuevo país, se entiende ese respeto ante lo que es importante para los otros. Un respeto que también, por supuesto, mostraron los jugadores del XV del Trébol, aunque ellos dejaron claras sus intenciones desde el principio: recibieron el mítico saludo de los neozelandeses con sus brazos entrelazados, mirando a los ojos a sus rivales y dando un paso al frente. Poco después, consiguieron certificar la segunda victoria de su historia en 31 enfrentamientos ante Nueva Zelanda (16-9). El partido entre las dos mejores selecciones de la actualidad fue magnífico, dramático e inolvidable, puro disfrute intenso y enriquecedor. Simplemente deporte, habría que decir.
Dirigidos precisamente por el neozelandés Joe Schmidt, Irlanda, como se recalcó en el párrafo anterior, es una de las selecciones más potentes del rugby mundial de los últimos años: en el lustro más reciente, el combinado del Trébol se ha adjudicado en tres ocasiones el Torneo VI Naciones, incluido el de este inmaculado 2018 en el que también se llevó el Grand Slam y la Triple Corona. Pero Nueva Zelanda, entrenada por Steve Hansen, hace ya tiempo que derribó la vara para medir la excelencia: tres veces campeona del mundo (incluidas las dos últimas ediciones), los neozelandeses acumulan el triunfo en seis de los últimos siete Rugby Championship que se han disputado. Y lo que posiblemente es todavía más importante: gozan de la sensación, tácita y unánime, de desarrollar un rugby al alcance de unos pocos elegidos. Ayer, sin embargo, el dinamismo de los Aaron Smith, Beauden Barrett, Kieran Read, Ardie Savea y compañía no se vio en ningún momento. Sobre el césped del Aviva, Nueva Zelanda no fue ese combinado que aumenta su nivel de juego cada segundo que pasa hasta que su rival acaba asfixiado y derrotado (por ejemplo, su remontada del 6 de octubre en Pretoria ante Sudáfrica). Y no fue demérito suyo, sino mérito de unos irlandeses que sí que acabaron exhaustos, asfixiados, pero no derrotados.
En realidad, como seres humanos tal vez podamos aprender más de lo que nos creemos del partido que realizaron ayer en Dublín los Rob Kearney, Jonathan Sexton, Cian Healy, Peter O’Mahony, Devin Toner, Jacob Stockdale y compañía. Durante toda la primera parte, los jugadores del XV del Trébol decidieron prescindir de varios tiros sencillos a palos en busca del ensayo. No llegó ninguno en esos primeros cuarenta minutos (el único ensayo del encuentro lo consiguió Stockdale en el minuto 48), pero al menos el conjunto irlandés definió su mensaje: ser valiente. Ya en la segunda mitad y con el aura de leyenda de Nueva Zelanda siempre presente, Irlanda aumentó todavía más su osado anuncio pese a no haber encontrado la recompensa deseada antes del descanso, al que llegó con una victoria mínima de 9-6: no renunciar a su rugby extremo para guarecerse, seguir jugando al ataque, de tú a tú, sin miedo, a un rival que ya ha demostrado en demasiadas ocasiones que termina ganando por aplastamiento. Ayer, por el contrario, el aplastamiento nunca llegó pese a que Nueva Zelanda recurrió a su orgullo para remontar. Y estuvo cerca. Al final, la valentía y el orgullo se dieron la mano en Dublín.
Y también, aunque quizá no lo sepan, la poesía. La epopeya había comenzado cuando Michael D. Higgins, el presidente de Irlanda, bajó al césped para saludar a los titulares de las dos selecciones antes del inicio del choque. Y, sí, Higgins, además de ser el séptimo presidente de la historia de Irlanda, también es poeta. Los versos se cuelan entre las rendijas de nuestra vida hasta cuando no nos damos cuenta. Como en un día cualquiera en Dublín.
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