Me falta la banda sonora o quizá esta vez ni haga falta para demostrar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Las paredes del taller no están sucias, están negras, víctimas del tiempo y de tres inundaciones. El desorden también es una orden. La nostalgia, resbaladiza e incorregible, como si volviésemos al año 63, cuando su padre se hizo con este taller en la calle Monte Olivetti, en el corazón del Puente de Vallecas. Hoy, parece un desguace o una hemeroteca de los viejos tiempos, en el que sólo está él, las cajetillas de tabaco tiradas y terminadas, las facturas o los ficheros de otra época, las piezas que ya no valen. Una silla de ruedas con motor eléctrico que le han prestado y que le acompaña por la calle de casa al taller, del taller a casa. Un tumor le tocó el nervio ciático y le ha dejado sin apenas fuerza en la pierna derecha a Carlos de San Antonio que, sin embargo, tiene registrado en ese viejo ordenador multitud de fotos de su época de motociclista, de sus Mundiales y de los reportajes que le hicieron, sobre todo me parece ver los de Tomás Díaz Valdés en el AS. Y quiere que uno los vea todos: me los quiere enseñar todos como si esto fuese un pase de diapositivas. Una biografía en una sola tarde.
Son las historias de la vida. Nunca sabes donde está domiciliada la mejor, que hoy puede ser esta en este garaje, que era un garaje de mecánica rápida y que ya dejó de prestar servicio, porque Carlos de San Antonio tiene la invalidez permanente a cambio de una pensión de 640 €. Quién lo iba a decir. 640€ a un tipo que se jugaba la vida. Pero como tiene todo pagado y un piso en Alicante dice que se apaña. Él, que fue el primer motociclista español en competir en un Mundial de 500 cc. Él, que hoy recita los nombres de sus míticos rivales (Giacomo Agostini, Barry Sheene, Kenny Roberts…) como si estuviesen aquí. Él, que compitió por media Europa (Finlandia, Yugoslavia, Santa Mónica…). Él, que era su propio mecánico, que iba con su propia furgoneta y que llegó a superar los 300 km/h en esta misma moto, en esa Suzuki RG 500, que está a su lado en la fotografía y que se compró con un millón seiscientas mil pesetas en el año 76. Cuánta paciencia entonces. Cuánta pasión había en ese joven. Sin embargo, hoy, ha reparado esa misma moto con idea de venderla, reliquia del pasado, con un precio de salida que no debería bajar de los 80.000€, dice.
“Hicieron solo 25 unidades en todo el mundo”, explica él, Carlos de San Antonio, que tiene el mismo bigote profundo, el mismo pelo revuelto, quizá un poco menos oscurecido, que en sus años jóvenes. Aquellos años que empezaron en 1968 nada más sacarse el carnet de identidad, “el mismo día en el que cumplí 18 años”. Aquellos años en los que falsificó la firma de su padre para obtener la licencia que le permitiese competir porque su padre le decía, “no quiero que esté mi firma en tu muerte”. Aquellos años en los que a este mismo garaje venían todos los motoristas, incluido Ángel Nieto, que guardaba aquí su moto. Aquellos años que reaparecieron en el entierro del propio Ángel Nieto cuando Carlos de Santiago vio a Mercedes Milá y ella, a pesar de tantos años, le reconoció a él, que ya no era como ayer. “En aquella época, las carreras no se retransmitían y ella venía y hacia las entrevistas y todos teníamos la sensación de que Mercedes Milá estaba enamorada de Barry Sheene, lo estaba, seguro”, añade.
Hoy, este mismo taller está vació, frío, silencioso. Una patada en el estómago, quizá. No sabe uno como explicarlo. Nunca hubiese llegado hasta aquí si no es porque un buen amigo, que hizo trabajos de fontanería en el edificio, me advirtió que aquí había una gran historia. Y, efectivamente, creo que la hay y no sólo eso. También demuestra que cualquier tiempo pasado fue mejor sea esa silla de ruedas que anda por aquí, sea esa muleta que le acompaña cuando se pone en pie o sean los ratos que él, Carlos de San Antonio, viene a pasar aquí a solas. Sea para matar el tiempo, sea para no olvidar al motociclista ni al mecánico que fue desde 1981 cuando dejó de competir. Entonces empezó otra vida, la vida que sólo había interrumpido un sueño que tenía razón y que viajó hasta Venezuela. Él solo le puso voz, voto y, lo más importante, valentía para jugarse la vida como me contaba en este taller que sólo espera ser traspasado.
Con 68 años, recuerda que “te jugabas la vida en cada Gran Premio”. “En las curvas yo llegaba a tocar con las rodillas en el suelo. Terminaba sangrando porque entonces los monos no venían tan preparados como ahora”. Pero eso era otra época, en los maravillosos años setenta, en los que la industria de este hombre era su valentía. La sensación de que podía llegar con la moto a cualquier parte. Hasta a Venezuela, donde entonces se disputaba un Gran Premio. “Y no me costó ni nada meter la moto en el avión. Tuvimos que encontrar una caja de madera”, explica hoy, incapaz de arrepentirse de nada. Ni siquiera de aquella vez, en Austria, a 220 km/h, cuando se cayó y el parte de guerra dio un miedo terrible. Se rompió “la tibia, el peroné, la clavícula y el omóplato del brazo izquierdo”.
Salió de allí hecho un cromo, una metáfora que quizás podría expresar lo que pasa hoy en este taller de Vallecas que parece la casa de los espíritus. Una fotografía en la que, pese a todo, el pasado merece un aplauso, pero no porque fuese un éxito o un fracaso, sino porque él consiguió hacer lo que le gustaba. No hay tanta gente que pueda decir esto. Ni tampoco la había en los años setenta en los que Carlos de San Antonio hizo cuatro Mundiales de 500cc. “Pero yo no tenía la sensación de que me jugase la vida. Yo lo veía como mi época dorada. Sabía que nunca me iba a pasar nada mejor. Y, si acaso, puedo decir que invertí lo que no tenía en jugarme la vida, en comprarme esa moto que me permitió estar ahí, contar hoy todas estas cosas, enseñar estos recortes de periódico. Pero cada uno estamos llamados para una cosa distinta en la vida”.

“Yo recuerdo que aprobaba con facilidad. Hice hasta sexto y reválida. Pero a mí no me gustaba estudiar, lo que no significaba que fuese a ser un fracasado el resto de mi vida”, añade hoy, en un día en el que los recuerdos han despertado “como despiertan casi todos los días, en realidad. Me gusta recordar. Uno no puede olvidarse de lo que le hizo feliz. No debo hacerlo porque en mi caso me permitió conocer lo que quería hacer en la vida. Unos son felices escribiendo o presentando un telediario como yo lo fui compitiendo en moto, alcanzando esas velocidades, sintiendo esa adrenalina que me hacía tan competitivo”. Por eso las tinieblas del taller hoy no obstaculizan nada. “Hace un año todavía podía montar en moto. Era tan maravilloso… Es más, fui al circuito del Jarama y allí volví a encontrar mi sitio, a correr, a apretar el pie. Pero luego vino el cáncer, las 22 sesiones de quimioterapia y ese tumor que me ha tocado el nervio ciático y que me ha dejado sin fuerza en la pierna derecha y difícilmente puedo caminar”.
“Pero es lo que hay”, admite Carlos de San Antonio, que no pide que “la gente sienta pena” por él, aunque entrar en este taller, indudablemente, signifique pena. El estado de las cosas, ese Seat 131, otro símbolo de los años setenta, que Carlos de San Antonio está reparando y que está invadido de polvo… Cualquiera le pone la mano. Pero todo eso es lo que marca el día de hoy de este hombre que admite que fue “un elemento difícil. No era fácil convivir conmigo. Era muy guerrero, muy de fiesta, y eso que tuve tres hijos. Pero en la gente siempre hay cosas buenas y malas. No todo es tan fácil como hacer la puesta a punto de una moto. Pero entonces lo importante es aceptar lo que uno hizo, reconocer que podías haber sido mejor y ahora ayudar en lo que uno pueda a mis tres hijos. Su vida ya es más importante que la mía. Yo ya hice lo más importante”.

Quizás porque así es el tiempo, el único que no se para ante nadie. El único que no dice sí a todo. Pero esto es parte de los recuerdos como el Tribunal Médico que no hace mucho le dio la incapacidad permanente, como el día en que acompañó a Ángel Nieto a comprarse el terreno de su futura casa en Montepríncipe o como todas esas Vueltas Ciclistas a España que hizo en el equipo de motoristas de José María García. “Al final, ni todo es bueno ni todo es malo. Recordar es poner en la balanza lo que pasó y allí sale de todo”. Pero quizás la principal enseñanza que nos deja hoy Carlos de San Antonio en este decrépito taller de Vallecas es “la importancia de hacer lo que a uno le gusta en esta vida”. Él lo hizo y lo que iba a pasar después nadie lo sabía, porque, como dejó dicho Woody Allen, el futuro tiene los ojos cerrados. Así que tal vez no haya nada de lo que arrepentirse. Ni siquiera hoy viendo las fotografías.
Buen reportaje.Charle muchas veces con el en la VTA ciclista a España.Llevaba al de RNE.Buen tipo