Final del mundo”, decían los argentinos, expertos en el arte de la hipérbole. Si esta era la final del mundo, eso quiere decir que Sudamérica es el mundo, que Argentina es el mundo, que Buenos Aires es el centro del mundo. Lo cual para muchos porteños es una máxima. El partido no podía haber tenido una previa más larga ni más exagerada, pero así es el fútbol de este lado del mundo: hay tanta pasión que se nubla el juicio. Y ayer, además, el juicio no fue lo único que se nubló.
Como si no hubiera suficiente épica en el cruce de Boca y River, el sábado las nubes no quisieron que se desarrollara el primer capítulo de la serie más esperada por el pueblo argentino. Lo bueno, como suele suceder en tantos campos de la vida, se hace esperar, y aunque la espera sea infinita y dolorosa, el resultado final lo compensa todo. Buenos Aires durmió empapada y ahogada en la incertidumbre: quizás alguna fuerza superior no quería que se jugara. Quizás era alguien diciéndonos que el mundo (o Buenos Aires, vamos, que es lo mismo) no estaba preparado para semejante drama.
Pero hoy se abrió el cielo en La Boca. En todos los sentidos posibles. No sólo dejó de llover, sino que incluso el sol se asomó con timidez cuando las revoluciones dentro del campo estaban a mil por hora, cuando La Bombonera ensordecía incluso a los comentaristas que luchaban para imponer sus propias voces.
También sucede que una espera prolongada colma los corazones con demasiada expectativa, y la decepción —nos recuerda la vida casi a diario— siempre espera a la vuelta de la esquina. Pero no fue el caso esta tarde. Los dos equipos salieron a La Bombonera a jugar la final como si fuera la última, como si la tormenta pudiera desatarse en cualquier momento y acabar con el mundo como lo conocemos. El portero Rossi, de los locales, había entendido perfectamente el mensaje: un gol en contra era un balazo. Por eso jugó con el corazón en la boca y una armadura sobre el pecho. Tuvo una tarde memorable.
La primera media hora se jugó bajo un cielo tapado, y el partido, como influido por el clima, también era denso. Si bien los mediocampos fungieron como meras zonas de tránsito, lo que permitió que las áreas fueran zonas de riesgo permanente, había más intensidad que buen juego, un mal que padece el fútbol argentino hace largos años.
Pero los goles cambian los partidos, abren las nubes y sacan al sol. Cuando empezaba el segundo tercio del partido, Boca hizo por fin cuatro pases seguidos que terminaron en el lugar adecuado: la taurina humanidad de Ramón Ábila, un chocador por naturaleza, una suerte de Diego Costa criollo. Estallaba la Bombonera, que había esperado demasiado para poder hacerlo, cuando de pronto se impuso, como un relámpago, el empate. Aprovechó el desasosiego de los locales Lucas Pratto, del otro lado del espejo en el que se mira Ábila: animales del área, cazadores innatos.
El empate volvía a cerrar el cielo y River buscaba con más insistencia al sol. El primer tiempo se hacía largo para Boca. Pero tenía —siempre tiene— un as bajo la manga. La lesión de Christian Pavón permitió que Darío Benedetto, autor de un doblete fantástico en la semifinal con Palmeiras, entrara antes de tiempo. Y el goleador demostró que los goleadores siempre tienen que estar. Así haya dos en el mismo plantel y se diga que no pueden convivir en la misma zona, en las finales los goleadores tienen que estar. Fue un grácil cabezazo suyo el que puso de nuevo en ventaja a los locales. La diferencia con la primera vez es que La Bombonera podía, por lo menos por quince minutos, disfrutar de la generalmente efímera alegría del gol a favor.
Después de un primer tiempo crepitante y salvaje, llegó la calma que sucede a las tormentas (este es el momento en el que me disculpo por las continuas analogías meteorológicas, que espero se detengan pasado este párrafo). Boca se sentía cómodo con la ventaja y River no se desesperaba por emparejarla, como si supiera que tarde o temprano sucedería. Y sucedió de la manera más esperable: un balón parado, arma en boga en estos tiempos, fue suficiente para nivelar el asunto. Ni Rossi, gigantesco, pudo modificar el destino.
Los visitantes apostaban a ciegas por buscar a su ariete, y los locales se apoyaban más bien en su gente. En este tipo de partidos, que se juegan sólo con la afición local, el peso del estadio es aún mayor, y puede servir para paliar ciertas deficiencias futbolísticas. Boca, en primera instancia atontado por el empate encajado, creció con su pueblo, con el ingreso de uno de los que mejor lo representan (Carlitos Tévez), y con su mediocampo combativo, pero Benedetto, generalmente clínico, se topó hacia el final con la muralla de Armani, un portero como los de antes: con cara de malo y mirada impenetrable.
El partido terminó bajo una leve resolana bonaerense. Ni los locales se sintieron abatidos, ni los visitantes triunfantes. A falta del capítulo final de esta historia convertida en épica por los medios y las aficiones, sería atrevido lanzarnos a dar un pronóstico. Y no nos referimos al clima. Sinceramente, no tenemos ni idea de lo que pueda pasar de aquí a quince días —una eternidad—, aunque sí podemos estar seguros de que lo que suceda en Núñez no tendrá nada de normal, porque esta historia la ha escrito un loco.
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