Me duele Argentina. He vivido en Buenos Aires, he comido asado, he bebido Fernet, me he empalagado con el dulce de leche, he llorado con una canción de Cerati y he sido una granate más en las gradas de La Fortaleza. Fui afortunada, mastiqué la felicidad en un país que sonríe con cuentagotas. Cuando la abandoné, supe que jamás volvería a sus brazos porque me estaba consumiendo. Me enamoré y la odié. La bendecía y la maldecía a partes iguales. Argentina no es lo que vimos en los aledaños del Monumental. Argentina es una enferma convaleciente, que por momentos parece lúcida, para instantes después caer presa de la autodestrucción más visceral. Es una musa podrida. Es un alma en pena. Es el tango más triste que podamos escuchar. La sociedad argentina es una adicta moribunda a la que no le quedan más huecos en la piel donde introducirse la aguja. Su enfermedad no tiene cura, porque desde sus defectos más terroríficos se ha hecho a sí misma.
Es un país que cada semana tiene su particular «Noche de los cristales rotos». Se corta las venas casi a diario y admira las heridas con pasión y orgullo, porque entienden el sufrimiento como un legado. Justifican su irracionalidad como un marca en la piel, en su propia historia. Y entre tantas opciones para observar el tumor, si levantamos la vista y la dirigimos hacia la final entre Boca y River, podremos admirar entre medias un río con miles de cadáveres; cuarenta millones, para ser exactos. La solución no existe. No se puede parar la violencia cuando la violencia misma es que la dirige el destino de la Argentina. Su futuro pasa por las manos de los seres humanos más oscuros del planeta. Su pasado también lo hizo, y el presente provoca casi el mismo terror que provocaron aquellos años encerrados a cal y canto en la memoria colectiva. Argentina no puede salvarse.
Escribo estas líneas como quien pone un clavel en el fusil aún sabiendo que la guerra es inevitable. El partido se jugará y todos fingirán estar de fiesta cuando lo que allí se celebra es un funeral. Casi por pura redención propia y por dedicarle unas palabras sinceras al país que matizó mi existencia durante mucho tiempo, quiero confesarte, Argentina, que te quise y siempre te querré, pero me avergüenza lo que eres. En lo más profundo de ti sé que hay esperanza, aunque a estas horas todos la hayamos perdido. Ya te hemos abandonado. La herida es demasiado profunda. No serán River y Boca los culpables de ejemplificar el caos, es la misma Argentina mirándose en el espejo.
[…] Vidrio roto […]
Irene, tremendo artículo mi más sincera enorabuena.
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¡Gracias!
[…] no final del sábado y la no final del domingo se han convertido en el capítulo más bochornoso de la historia reciente del fútbol argentino. No solamente por la violencia –que fue brutal, […]