No hay mejores historias que las de boxeo. La escritura de Normal Mailer tocó el cielo en su descripción del combate entre Muhammad Ali y George Foreman de 1973. “Cayó como un mayordomo de sesenta años y un metro ochenta de estatura que acaba de recibir trágicas noticias; sí, fue un largo derrumbamiento de dos segundos durante los cuales el campeón caía por partes mientras Alí daba vueltas alrededor…”. Las crónicas de Manuel Alcántara tampoco han perdido ni fuerza ni gas, aunque nada sepamos de los boxeadores de los que habla: “Era negro como el betún, como su porvenir pugilístico, como algunas conciencias…”. De tanto en cuanto, el cine produce alguna joya con el boxeo de fondo o de frente. Se hace difícil hablar de cultura popular sin mencionar a los boxeadores de cada época.
En cierto modo, el boxeo es la civilización de un instinto animal. El salvajismo de la pelea se compensa con las reglas que lo delimitan y con el árbitro con pajarita. Algo extraño. Como un paseo por la Prehistoria con stops y pasos de cebra. Sería demasiado sencillo decir que gana el más fuerte, porque también gana quien piensa más claro durante más tiempo y para eso hace falta ser muy fuerte, pero también inteligente. Quien mira se siente fascinado y quien evita mirar lo hace para no fascinarse. Algo similar ocurre con los toros. La aproximación racional aconseja el repudio; dos hombres que se golpean, un toro que es torturado y se desangra… Sin embargo, hay una perspectiva emocional que nos permite convertir la lucha en metáfora y la sangre en símbolo. En última instancia se trata de hacer de la supervivencia un arte.
Durante mucho tiempo, el boxeo fue un acontecimiento social. Después se convirtió en un símbolo de degradación. Ahora es el deporte que practican los que antes jugaban al squash. Sin embargo, el espectáculo no ha recuperado los brillos de antaño, ya sea por el triunfo de la moralidad o por la ausencia de pesos pesados.
La velada que se celebró el pasado lunes en Madrid (The Monday Battle) tuvo como objetivo recuperar los brillos y el boxeo. También fue un ejercicio de nostalgia. El escenario ya era una declaración de intenciones: el Teatro Nuevo Alcalá (1927). En el reclamo de los combates se recalcaba que otro 1 de octubre de hace 43 años el mundo asistió al Thrilla in Manila, el combate entre Ali y Frazier, un terremoto inolvidable. Había tantas ganas de boxeo como de viajar en el tiempo. De hecho, esa es la filosofía que define a Púgil, una sastrería tradicional (o no tanto) que actuaba como promotora de la velada. Suyo fue el desfile que abrió la función y suya la ropa que vistió el maestro de ceremonias, Joaquín Reyes. Alta coctelería: moda, boxeo y humor.
No faltaron los famosos de diferente grado, los expertos en grado sumo (Garci, Ugarte) y un público general que salió del teatro con ganas de volver a entrar para continuar la noche con un concierto de Duke Ellington.
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