Es importante conocer cómo estaba el mundo antes de que dé comienzo esta historia. Abróchense los cinturones. En enero de 1968, la ofensiva norvietnamita del Tet provocó la muerte de catorce mil soldados americanos. El 4 de abril de 1968, fue asesinado Martin Luther King, líder del movimiento —pacífico— por los derechos civiles (la ceremonia de los Oscar se aplazó dos días en señal de luto). En mayo, Francia asistió atónita a una imparable revuelta estudiantil y a la mayor huelga general de la historia del país; la revolución se extendió casi de inmediato a Alemania. Esa misma primavera, Checoslovaquia se rebeló contra la ocupación soviética y lo pagó caro; en agosto los tanques terminaron con la Primavera de Praga. El 6 de junio murió, también tiroteado, Bobby Kennedy, candidato demócrata a la presidencia. El 2 de octubre, diez días antes de comenzar los Juegos de México, soldados del ejército mexicano dispararon contra la multitud de manifestantes, en su mayoría estudiantes, que abarrotaba la Plaza de Tlatelolco con un balance de entre 200 y 300 muertos. Por cierto, ETA cometió su primer asesinato el 7 de julio de 1968.
Un año antes, en noviembre, un profesor del San Jose State College (California), Harry Edwards fundó el Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos (Olympic Project for Human Rights, OPHR). Edwards había sido lanzador de disco en el equipo de atletismo de San Jose State y se sentía sensibilizado con la discriminación racial en el mundo del deporte y en la universidad; los negros solo eran considerados por sus capacidades deportivas. En su cabeza estaba el boicot negro a los Juegos de México, una idea que ya se había planteado el verano anterior en la reunión de líderes del Poder Negro en Newark, después de los disturbios que sufrió la ciudad (26 muertos). Entre los que secundaban la propuesta se encontraban dos estudiantes, dos de los mejores atletas del país. Uno era Tommie Smith, criado en las plantaciones de algodón del sur: “Mi padre siempre me decía: hijo, cuando crezcas no hagas lo que hago yo”. Otro era John Carlos, un muchacho del Harlem de padres cubanos que seguía a Malcolm X por la calle después de sus discursos y le interpelaba sobre sus ideas.
El siguiente pasaje está tomado del libro de Mark Kurlansky 1968, el año que conmocionó al mundo. “Harry Edwards, de 25 años, más de dos metros de altura, con barba, gafas de sol y boina negra, era un antiguo atleta universitario que insistía en referirse al presidente de Estados Unidos (Lyndon Johnson) como “Linchador Johnson” (…). En un cartel de su despacho se leía “Más que correr y saltar para conseguir medallas, defendemos la humanidad”. En la pared exhibía también al “traidor negro de la semana”, un destacado atleta negro que se oponía al boicot. Entre los honrados con semejante título se hallaban Willie Mays en béisbol, Jesse Owens en atletismo y el campeón de decatlón Rafer Johnson”.
Hago un inciso. Estamos pintando una foto que es, probablemente, la de mayor carga política y simbólica en la historia del deporte. En la imagen no hay nada improvisado, ni siquiera el talento de su autor. John Dominis había sido fotógrafo de guerra en Corea y Vietnam, había retratado a John Kennedy en su discurso en Berlín (1963) y en 1969 fotografíó el concierto de Woodstock . En total, cubrió seis Juegos Olímpicos, y entre 1978 y 1982 fue editor del Sports Illustrated.
Prosigamos. El Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos publicó un manifiesto en el que planteaba cuatro reclamaciones fundamentales: la restitución de Muhammad Ali como campeón del mundo (fue desposeído en 1967 por negarse a ir a Vietnam), la dimisión del presidente del Comité Olímpico (Avery Brundage), la contratación de más entrenadores negros y la no participación en los Juegos de Sudáfrica y Rhodesia, países donde estaba instalado el apartheid.
En apariencia, la petición más extravagante era la dimisión de Avery Brundage, pero estaba tan fundada como las otras. Brundage (1887-1975) era un conocido racista que había tenido simpatías con el régimen nazi, hasta el punto de que su constructora fue la encargada, por orden expresa de Berlín, de levantar la embajada alemana de Estados Unidos. Como presidente del Comité Olímpico de EEUU, Brundage hizo campaña para evitar el boicot americano a los Juegos de 1936, aunque ya se había puesto en marcha la persecución a los judíos. Ese mismo año, fue nombrado miembro del Comité Olímpico Internacional. Ya como máximo mandatario del COI fue él quien tomó la decisión de continuar los Juegos de Múnich de 1972 después de que once integrantes de la expedición israelí fueran asesinados por terroristas palestinos. Disculpen los saltos en el tiempo, pero el contexto es una carretera plagada de desvíos nada secundarios.
Volvamos al Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos. Brundage no dimitió, por supuesto, pero el COI prohibió la participación sudafricana después de haberla autorizado. El gesto aplacó los ánimos de los partidarios del boicot, tal y como explica Mark Kurlansky: “A finales de verano, Edwards dijo en una reunión de las Panteras Negras que el boicot olímpico se había desconvocado pero que los atletas llevarían brazaletes negros y declinarían participar en las ceremonias de entrega de medallas”.
El fuego, sin embargo, no se había sofocado. El equipo de remo de Estados Unidos, integrado por estudiantes de Harvard, publicó una nota en la que mostraban su solidaridad con la lucha por la igualdad. “Cada uno de nosotros ha llegado a sentir un compromiso moral para apoyar a nuestros compañeros negros en sus esfuerzos por denunciar las injusticias y desigualdades que perviven en nuestra sociedad. Este compromiso nos ha llevado a iniciar conversaciones con el Olympic Project for Human Rights”.
Curiosamente, la paloma de la paz fue elegida como símbolo de los Juegos de México. La matanza de Tlatelolco (“una conspiración comunista”) quedó traspapelada entre los fastos de la inauguración, tal día como hoy de hace cincuenta años, y la ciudad fue forrada con carteles que transmitían un optimismo conmovedor: “Todo es posible si hay paz”. Pero a pesar de la buena voluntad, la política lo impregnaba todo. El equipo checoslovaco fue recibido con una ovación cuando hizo su entrada en el estadio Olímpico. “Por primera vez en la historia—de nuevo el irónico Kurlansky— una mujer encendió la antorcha olímpica (el pebetero), un progreso considerable desde las Olimpiadas de la Grecia antigua, en las que se sacrificaba a la mujer”.
El 16 de octubre, cuatro días después de la inauguración, se corrió la final de los 200 metros. En la semifinal, Tommie Smith había ganado su serie con suficiencia, pero al cruzar la meta se quejó de problemas musculares en su pierna izquierda. La participación en la final del principal favorito quedaba en duda y, al mismo tiempo, el plan trazado para la entrega de premios.
Tommie Smith, John Carlos y Lee Evans lo tenían todo previsto, o eso pensaban. Los tres formaban parte del equipo de atletismo de San Jose State y la influencia de Harry Edwards era directa. La intención era que Smith y Carlos, los primeros en competir, llevaran guantes negros durante la ceremonia de las medallas. Esperaban encontrarse allí con Avery Brundage y debía ser él quien se las entregara. Pero el presidente cambió su agenda. Su lugar lo ocupó David Cecil, Marqués de Exeter, campeón olímpico en 400 vallas en los Juegos de 1928 y el atleta que inspiró una de las escenas de Carros de Fuego: la carrera alrededor del patio del Trinity College mientras el reloj del campanario da las doce. Cecil quedó inmortalizado en la foto de John Dominis con una llamativa chaqueta roja en la que, por fortuna, nadie repara. Tampoco han pasado a la posteridad sus declaraciones de aquel día: “Pensé que llevaban guantes porque estaban heridos en las manos”.
Tommie Smith ganó la final de 200 metros (19.83, récord del mundo durante once años) y John Carlos fue tercero (20.10). Entre ellos se coló un velocista australiano, Peter Norman (20.06), cuya vida, sin imaginarlo, también cambiaría para siempre. El periodista australiano Martin Flanagan ha revelado la conversación que mantuvieron antes de subir al podio. “Ellos preguntaron a Norman si creía en los derechos humanos. Él respondió que sí. Entonces le preguntaron si creía en Dios. Norman, que había sido miembro del Ejército de Salvación, contestó que creía firmemente en Dios. Los tres eran conscientes de que lo que estaban haciendo era más grande que cualquier desafío deportivo. Norman añadió: ‘Estoy con vosotros”. Años después, John Carlos describió el momento: “Esperábamos que Norman reaccionara con miedo ante nuestra idea y lo hizo con amor”.
Menos filosófica fue el final de la charla. John Carlos se había dejado sus guantes negros en la Villa Olímpica y Norman propuso que Tommie se enfundara un guante y Carlos el otro. Los tres se prendieron en el chándal chapas del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos, pero los americanos fueron más allá. Subieron al podio descalzos como homenaje a la gente pobre de su país. Smith lucía una bufanda negra que simbolizaba el orgullo negro. Carlos llevaba desabrochado el chándal para solidarizarse con los obreros y mostraba un collar de cuentas “por todos aquellos hermanos que habían sido linchados o asesinados sin que nadie ofreciera una oración por ellos”.
Durante la interpretación del himno, Tommie Smith bajó la cabeza. “No era una oración; era un grito pidiendo libertad, en ningún caso fue una falta de respeto”. Carlos, por su parte, mantuvo la cabeza erguida y no levantó en exceso el puño: “Quería estar seguro, en caso de que alguien nos atacara, de que tendría el puño listo. Habíamos recibido tantas amenazas que no podía estar indefenso en el momento de la verdad”. Aunque nadie se percató, Lee Evans, desde la grada, también escuchó el himno con el puño enguantado y en alto.
Al terminar el himno se hizo un silencio atronador. “Se hubiera podido escuchar a una rana mear sobre el algodón. Hay algo terrible en el silencio de 50.000 personas, era como estar en el ojo de un huracán”.
No hay coincidencia en las fuentes a la hora de determinar si fueron abucheados al bajar del podio. Kurlansky lo niega. Carlos escuchó insultos: “¡Negros, volved a África!”. “Es increíble cómo nos tratan los negros después de que las hayamos dejado correr en nuestros Juegos”.
Lo indudable es que llegó el momento de dar las primeras explicaciones. Tommie Smith declaró: “Si gano soy americano, no un afroamericano; si hago algo malo, entonces dirán que soy un negro”. “Queríamos que todos los negros del mundo, el tendero y el zapatero remendón, supieran que cuando esa medalla cuelga en mi pecho, o en el de Tommie, lo hace también sobre el suyo”, argumentó Carlos. Norman también habló: “Creo que todos los hombres nacen iguales y deben ser tratados del mismo modo”.
La ola no paró de crecer hasta engullirlos. Avery Brundage consideró que su protesta había sido una declaración política inapropiada en un foro apolítico como los Juegos; no opinó lo mismo en Berlín en 1936, cuando los deportistas fueron exhortados para hacer el saludo nazi. El presidente del COI exigió la expulsión inmediata de Smith y Carlos del equipo americano. La delegación de Estados Unidos se negó en primera instancia y Brundage amenazó con expulsarlos a todos. Finalmente, se les dio 48 horas para abandonar la Villa Olímpica.
Lee Evans quiso marcharse con ellos, pero John Carlos le convenció para que continuara. El plan debía seguir. Y lo hizo. Dos días después de que Smith y Carlos levantaran el puño, Evans ganó los 400 metros (récord mundial incluido) seguido de sus compatriotas Larry James y Ron Freeman. Los tres subieron al podio con las boinas de los Panteras Negras y alzando sus puños. Por miedo a provocar una revolución en mitad de los Juegos, el COI hizo algo parecido a la vista gorda: consideró que en este caso no se había producido una afrenta al himno porque los medallistas se descubrieron la cabeza mientras fue interpretado.
Las protestas, aunque más tímidas, fueron repetidas por los saltadores de longitud. Bob Beamon y Ralph Boston, que meses atrás se habían negado a apoyar el boicot, se sumaron a la reivindicación de diferente manera. Beamon subió al podio con los pantalones remangados hasta la rodilla para mostrar sus calcetines negros; Boston lo hizo descalzo.
Desde Estados Unidos las críticas se concentraron en Tommie Smith y John Carlos. En la revista Time se pudo leer: “Más rápido, más alto y más fuerte es el lema de los Juegos. Más enfadado, más asqueroso y más feo describe mejor la escena en Ciudad de México la pasada semana”. Los Angeles Times comparó el gesto con el saludo nazi.
Ambos fueron repudiados a su regreso y recibieron numerosas amenazas de muerte. Smith encontró una salida en la NFL con los Cincinnatti Bengals antes de ser profesor asistente de educación física en Oberlin College. Carlos también probó en el fútbol americano profesional y fue elegido en el puesto 15º del draft de 1970, aunque nunca pudo debutar con los Philadelphia Eagles por una lesión. Acabó por jugar en Canadá con los Montreal Alouettes y la vida no le dio tregua; su esposa se suicidó en 1977 y él cayó en una depresión.
Ninguno tuvo suerte, pero Peter Norman menos que nadie. El australiano fue marginado por el gobierno de su país, que se sintió aludido —con razón— por su política racista contra los aborígenes. Norman no fue incluido en el equipo olímpico para los Juegos de Múnich 72 aunque había logrado repetidamente las marcas para competir en 100 y 200 metros. Se hizo entrenador de un equipo de fútbol australiano. Trabajó de monitor de gimnasia y de carnicero. En 1985, tras una carrera benéfica, se rompió el tendón de Aquiles y la rotura derivó en una gangrena que le tuvo cerca de la amputación. Lo impidió un médico, que convenció a sus colegas: “No se le puede cortar la pierna a un subcampeón olímpico”.
Norman sufrió tres años de depresión severa y el alcohol no mejoró las cosas. Se recuperó, pero su recuerdo todavía tardaría más en ser rehabilitado. No tuvo reconocimiento alguno en los Juegos de Sydney y murió en 2006 a los 65 años, un mes después de una operación de corazón. Tommie Smith y John Carlos estuvieron entre los porteadores de su ataúd. “En lugar de alzar el puño, Norman tendió la mano”. La frase de Tommie Smith también sirve como epitafio.
La amistad de los tres medallistas siempre fue sincera. La última vez que se reunieron fue con motivo de la estatua que se descubrió en el campus de San Jose State. En ella, obra del artista portugués Rigo 23, aparecen sobre el podio Tommie Smith y John Carlos, alumnos de la universidad, pero falta Norman por petición propia; nunca se sintió protagonista. “La gente no se da cuenta de que ellos sacrificaron sus vidas por una causa en la que creían, que además era pacífica. Me alegro de haber estado allí con ellos”, declaró entonces el australiano.
Dos años después de su muerte, su sobrino Matt Norman estrenó en Australia el documental Salute!, un éxito en taquilla que descubrió a muchos australiano la figura de Peter Norman. En 2012, el gobierno federal australiano reconoció por fin la contribución de Peter Norman como atleta y como activista, y se disculpó por el trato que había recibido. Thelma, su madre, entonces de 91 años, acudió al Parlamento para escuchar las disculpas oficiales. El pasado mes de abril, con casi cincuenta años de retraso, Norman fue reconocido también por el Comité Olímpico Australiano, que le concedió la Orden del Mérito a título póstumo. Esta misma semana, Mark Arbib, presidente de la Federación de Atletismo de Australia, ha anunciado que se erigirá una estatua de Peter Norman en Melbourne. El 9 de octubre (día de su funeral) ya es celebrado como el Peter Norman’s Day.
Por cierto, el tiempo que logró en México 68 sigue siendo récord nacional de Australia.
Smith y Carlos no tuvieron que esperar tanto para ser reconocidos. Ellos no lucharon solos contra un país entero. Recibieron amenazas, fueron expulsados de por vida de los Juegos y el sistema los dejó de lado, pero al menos fueron tenidos por héroes por el movimiento por los derechos civiles. Su reconocimiento fue progresivo. En 1999, Smith fue considerado por el Hall of Fame de los deportistas afroamericanos de California como el deportista del milenio. En 2005 se levantó la citada estatua en honor de ambos. En 2008 recibieron el premio Arthur Ashe al coraje. Ahora, con 74 años, Tommie Smith ofrece conferencias alrededor del mundo. El doctor John Carlos, cumplidos los 73, predica su activismo por las universidades de Estados Unidos. Los próximos días serán suyos. Se hablará de su enorme valor, de cómo alzaron el puño y la voz, de cómo siguen removiendo conciencias. Lo dijo Martin Luther King: «La peor tragedia no es la opresión y la crueldad de la gente mala, sino el silencio de la gente buena».
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50 años después ni quién se acuerde del tal Avery Brundage, quién todavía tuvo el atrevimiento de exigir que se censuran de la película oficial de los juegos las imágenes de la entrega de medallas a Smith y Carlos
https://www.proceso.com.mx/555027/historia-de-un-indignante-intento-de-censura
Saludos desde México…