Conocí a Ahmad cuando hace unos años me tocó vivir en la costa este de Arabia Saudita. Era el dueño de un restaurante libanés al que acudía regularmente y con el que entablé una curiosa amistad. Le cogí mucho cariño. Por eso fue por lo que decidí pasar a despedirme el día en el que finalmente pude volver a España con el zurrón lleno de sueños. De buena mañana, antes de ir al aeropuerto, me presenté en su restaurante. Lo hice recién duchado y afeitado. Con una sonrisa en la cara y el pelo mojado. Consciente de que comenzaba el resto de mi vida. Na’eeman, me dijo nada más verme. Y no necesitó decirme nada más.
Na’eeman, que no tiene traducción al castellano (o al inglés), es un término que los árabes utilizan para bendecir la limpieza. Es una expresión típica que le suelen regalar cariñosamente al que acaba de ducharse o afeitarse. Como forma de celebrar el efecto simbólico del lavado y su carácter depurativo. El punto de inflexión que supone. Esa línea imaginaria que divide el pasado, la suciedad, del siguiente capítulo de la vida.
Na’eeman, me dijo Ahmad aquel día, y Na’eeman le dije yo al Atlético de Madrid el pasado miércoles después de ver a Godín levantar la Supercopa de Europa. Lo dije porque ante mis ojos veía el mismo Atleti de los últimos años, pero duchado y afeitado. Sin esas manchas en el traje que nunca terminaban de salir. Sin el sudor de las prisas o de los contratiempos. Sin la barba hirsuta y descuidada que deja la improvisación. Sin miedo a manchar la camisa por no poder cambiarla. Ya no olía a cerrado.
Mi sensación es que el Atleti comienza la nueva temporada con la cara lavada y la barba recortada. Que es nuevo a pesar de estar usado. Que es distinto siendo el mismo. En un retorcido ejercicio de meta-realidad, creo incluso que su mejor fichaje ha sido quedarse como estaba. Esa sonora bofetada a los mandamientos del Antiguo Testamento que ha supuesto la decisión de Griezmann de renunciar al coche oficial para sonreír con la camiseta rojiblanca. Y no sólo Griezmann. También Godín y Oblak y Diego Costa. Todos han decidido quedarse a probar el sabor de la nueva religión. Otros, como Rodri o Lemar o Gelson, han elegido subirse a un vagón en marcha, aun a riesgo de saber pueden no ser capaces de agarrarlo. Un vagón austero y granítico. Sin zona de Chill-out, pero sin complejos ni dudas existenciales.
También sin fantasmas. Los de Simeone mataron al último de ellos hace menos de una semana en un coqueto estadio de Tallin. Sacándose billetes de primera fila para la función que se avecina. Desquiciando a los odiadores profesionales. Ganándose el derecho de mirar a los ojos a cualquiera. Obteniendo un trofeo internacional cuya importancia es siempre variable en función de hacia dónde decida cargar el Gran Hermano.
Ayer, sin demasiado tiempo para recrearse en la poesía, comenzó la Liga. Esa competición asimétrica, por no decir manipulada, que ocupará nuestros desvelos de aquí a que vuelva un calor estival que todavía no se ha ido. No era la mejor forma de iniciar la fiesta (en pleno agosto, pocos días después de una prórroga y frente a un equipo muy potente como es el Valencia), pero creo que se salvaron los muebles empatando el partido. Aparecieron desajustes propios del inicio del calendario y es obvio que los nuevos andaban todavía buscándose. También es obvio que algunos viejos, que llevan un entrenamiento y medio, parecían como nuevos. Son los contratiempos de tener tanto internacional y de vivir en el lado malo de la asimetría.
La historia está por escribir, pero es agradable sentirse limpio nada más empezar. El Atleti es ahora mismo como ese artista que lleva años preparando su interpretación y que se la sabe perfectamente. Ese momento en el que su principal enemigo es él mismo. Una enfermedad psicosomática que puede llegar en forma de impaciencia. Un dolor agudo provocado por la exigencia mal entendida. Una herida que se puede abrir en canal por la histeria prefabricada de los que viven permanentemente atentos a lo que se dice en Matrix.
Está todo por escribir. Sentémonos a disfrutar. Limpios y afeitados. Con una sonrisa en la cara. No hay razón para no tenerla.
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