Hace justo ahora más o menos un año, durante el Chicago Air and Water Show que se celebra cada verano en North Avenue Beach, conocí a un preadolescente español recién aterrizado en Estados Unidos debido al trabajo de su madre. Tras las presentaciones pertinentes, alguien aludió a mi profesión laboral y, al escucharlo, la pregunta de aquel niño, mitad temeroso, mitad ilusionado con su nueva etapa en un high school en Lincoln Park, no se hizo esperar: “Oye, ¿aquí podré ver los partidos del Real Madrid, no? Es que yo soy muy del Madrid y, si no puedo ver sus partidos, me da algo”, me dijo. Tras esbozar una sonrisa espontánea, mi respuesta fue rotunda: “Tranquilo, claro que puedes ver aquí los partidos del Real Madrid”.
De hecho, no es nada complicado ver los partidos del Real Madrid o de cualquier otro conjunto de la Primera División española (y menos todavía de la Premier League, que incluso cuenta con partidos en abierto en la NBC y en Telemundo) en una ciudad como Chicago, que es la ciudad norteamericana en la que viví y, en consecuencia, la ciudad que mejor conozco. beIN SPORTS tiene los derechos audiovisuales en Estados Unidos y en Canadá de la Liga de Fútbol Profesional y retransmite en directo los encuentros en sus canales (beIN SPORTS y beINñ SPORTS), tanto en las ofertas de televisión por cable, como en las ofertas de televisión por satélite o en las ofertas de televisión por Internet. Por lo tanto, si alguien les programa un viaje turístico a la ciudad en la que se inicia la Route 66 el día en el que el Barça y el Atleti se están jugando medio título liguero en el Wanda Metropolitano, no se preocupen: quizá tengan que madrugar (además de miles de kilómetros de tierra y de un Océano Atlántico, también hay siete horas de diferencia entre Chicago y la España peninsular), pero no van a encontrar problemas para dar en el Loop con un pub en el que puedan comerse una hamburguesa y ver el encuentro. Eso sí, una pequeña recomendación: hagan antes en Internet una búsqueda rápida de los nombres y las ubicaciones de los bares en los que echan los partidos de la Liga Española. Ya les adelanto yo que en un dive bar o en un speakeasy bar (el preferido de Al Capone era el jazzístico Green Mill, en el Uptown) no les van a poner el partido.
Escribo todo lo anterior por dos razones. La primera, porque me lo ha pedido mi jefe y no me he levantado esta mañana con el afán de llevarle la contraria (otro día, posiblemente, sí, sobre todo si es lunes). La segunda, porque la Liga de Fútbol Profesional ha anunciado hoy con un comunicado en su página web que ha llegado a un acuerdo para disputar partidos oficiales en territorio estadounidense durante los próximos quince años. Sin entrar en los sentimientos asociados al deporte, desde un punto de vista comercial en este mercado global y en continua expansión, ese acuerdo no puede parecerme más acertado. Por un lado, las grandes ligas estadounidenses, que aventajan en los aspectos organizativos y económicos en décadas a las competiciones europeas, ya llevan tiempo disputando partidos más allá de las fronteras norteamericanas (la NFL en Londres, en Canadá y en México, la NBA en Japón y también en Londres y en México, la MLB en Puerto Rico, en Australia y también en Japón y en México). Por otro lado, en Estados Unidos, el fútbol, allí soccer, está inmerso en un más que evidente crecimiento debido sobre todo al importante incremento de la población latina: en 2016, USA contaba ya con más de 57 millones de hispanos, el segundo mayor grupo de población tras los blancos caucásicos y por encima de los afroamericanos. De esos 57 millones de latinos, más del 60% son de origen mexicano, lo que, dada su tremenda afición al fútbol y a que las previsiones dicen que en 2060 casi el 30% de la población estadounidense será hispana, debería conceder al soccer profesional un excelso futuro en Estados Unidos. O, tal vez, no. Veremos.
Para explicar esa duda sobre el futuro del soccer profesional en Estados Unidos, tengo que seguir ejerciendo de guía turístico, así que ahí va otra recomendación: cuando vayan a visitar Chicago (a poder ser, en verano o, en su defecto, en primavera, nunca en invierno) dediquen una tarde a pasear por la orilla del lago Michigan. Yo les recomendaría que iniciaran la caminata desde, por ejemplo, Foster Beach y, si son de los que no se cansan fácilmente, llegaran como mínimo hasta el gratuito Lincoln Park Zoo. Además de, a su izquierda, escuchar el sonido del agua del lago y de, al frente, disfrutar durante la mayor parte del trayecto de unas preciosas vistas del armónico skyline chicagüense; a su derecha estarán rodeados de miles de personas haciendo deporte en la sucesión de parques que conforman el Lake Shore. En esa imagen, alejada del centro más turístico y que sirve para definir en gran medida a los habitantes de una ciudad eminentemente deportiva y tremendamente orgullosa de sus equipos, seguro que les llamará poderosamente la atención una circunstancia: los centenares de niños y niñas (y también personas más mayores) que están jugando al fútbol sobre la hierba. Es, en realidad, una constante en todo Estados Unidos: el fútbol es el deporte al que más juegan los más pequeños en los parques, dada su facilidad para practicarlo (el soccer no necesita nada más que un balón, ahora piensen en el béisbol, el football, el hockey sobre hielo o, incluso, el baloncesto). Y, sin embargo, la Major League Soccer todavía se encuentra muy lejos de poder rivalizar en interés con la NFL, la NBA o la MLB.
Esa disyuntiva también tiene, en cualquier caso, su explicación: la forma de consumir deporte de los estadounidenses y en la que el soccer parte en clara desventaja. Lo razono: si un día van a Wrigley a ver un partido de béisbol de los Chicago Cubs (y deberían ir obligatoriamente a ver un encuentro en Wrigley, o a Fenway si están en Boston, porque son de esos recintos deportivos que tienen alma) van a quedarse extremadamente sorprendidos con el hecho de que los aficionados estadounidenses abandonen constantemente sus butacas para irse a comer unos nachos, beberse una cerveza o, incluso, salirse del estadio para tumbarse a las afueras, en el césped del Gallagher Way, a ver en pantalla gigante el mismo encuentro por el que han pagado una entrada para vivirlo en su interior. Es una forma de consumir el deporte impensable para un europeo, pero totalmente aceptada por los estadounidenses (en un Chicago Bulls – Dallas Mavericks que presencié en el United Center, las dos hermanas que estaban sentadas a mi izquierda no permanecieron en sus butacas ni todo un cuarto entero, si bien, cuando terminó el encuentro y procedí a abandonar el recinto, ellas continuaron haciéndose selfis con la pista de fondo) y que, de hecho, necesita de continuos parones para hacerlo rentable: los tiempos muertos en el deporte estadounidense no son un incordio, sino una obligación para poder descansar de los instantes, breves e intensos, que ofrecen los encuentros de football, baloncesto, béisbol o hockey sobre hielo. Todo lo contrario de lo que ocurre en el soccer, un deporte en el que el descanso llega casi pasada una hora.
De ahí, precisamente, procede el lastre que se encuentra la MLS para arraigarse todavía más (pese a que está, claramente, en el buen camino) en Estados Unidos, pero no así la Liga Española. Porque el verdadero y mayor rival de la MLS es, en efecto, el fútbol europeo: el aficionado estadounidense es de los equipos de la NBA, la NFL, la MLB o la NHL de su ciudad y de algún conjunto del fútbol europeo. O también puede haber gente como mi amigo Chris, que nació en Lansing, fue un spartan de la Michigan State University, pero es aficionado de los Cleveland Indians (sí, un aficionado de los Indians que vivía en Chicago en las maravillosas, no para él, Series Mundiales del 2016)… y de la AS Roma.
El fútbol europeo manda en Estados Unidos por encima del soccer profesional, por encima de la MLS. Y La Liga no quiere perder esa oportunidad.
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