Muchos son los llamados, pero poco los elegidos. Desde la irrupción de Messi, se suponía que decenas de nuevos futbolistas, por similitud, tomarían la estela de su estrella; sin embargo, lo único cierto en este asunto es que ese relevo no ha llegado y, probablemente, no lo haga. Creer está bien, pero hasta cierto punto. La fe ciega, solo en Messi, que no habrá más de uno. Para llegar a ser bueno, incluso el mejor, no es necesario ser una calcomanía de Leo, básicamente porque eso es imposible, puede que hasta innecesario. Díganselo a Cristiano. Es inútil vivir constantemente entre comparaciones, agotador. Cada uno es uno y sus circunstancias, irrepetible. Para llegar a ser un número uno no basta con ser distinto, el talento casi nunca se vale por sí solo, la calidad es una virtud insuficiente para triunfar, existe una dosis importante de sacrificio, de compromiso con uno mismo.
Muchos de esos talentos predestinados a marcar la diferencia, nacidos para dignificar este deporte, se han perdido en el camino por culpa de lesiones desafortunadas, otros simplemente porque su personalidad los ha arrastrado al ostracismo más oscuro, el del olvido. El entrenador de la NBA Phil Jackson lo explicó perfectamente cuando una vez dijo que el carácter es más importante que el propio talento del jugador. Rafa Nadal, que no es futbolista, ni baloncestista, pero sí uno de los mejores tenistas de la historia, sabe bien a lo que se refiere Jackson. Sin su mentalidad no habría llegado a ser un deportista de época, el mejor.
El fútbol y todo lo que lo rodea, incluido el apartado mediático, tiene esa pasmosa facilidad de construir ídolos, pero también de destruirlos. Nadie se atreve a decir que jugadores como Adriano, Riquelme, Guti, Saviola, Robinho, Cassano o Quaresma han fracasado en sus carreras, porque no lo han hecho, todos ellos han militado en grandes clubes, aunque no hayan cumplido las expectativas. Tenían calidad de sobra, pero no supieron, o simplemente no quisieron, resolver la ecuación que estaba en sus cabezas, ya que la funcionalidad de sus habilidosas piernas estaba más que probada. Digamos que sus prioridades eran otras antes que su preparación deportiva. Guti no se mordió la lengua cuando respondió que no se veía con 60 años en una discoteca hasta las seis de la mañana, el momento de hacerlo era con 20 o 30, eso coincidía con su etapa como futbolista.
Lo mismo, o parecido, le ha pasado, salvando las distancias, a otros más recientes como Drenthe, El Sharaawy o Jesé, este último en la órbita del Huesca. Su trayectoria habría quedado para la galería de haberse producido al revés: Las Palmas, Stoke City y después de una gran temporada en el PSG, terminar su carrera en el Real Madrid.
Emre Mor: ¿la última causa perdida o el nuevo Mostovoi?
En La Liga ronda una de esas promesas que todavía está a tiempo de reconducir su situación antes de convertirse en un saco de patatas. La conducta de Emre Mor (Copenhage, 1997) en su segundo año en Vigo desquicia al Celta y a sus aficionados, tal y como hizo Aleksandr Mostovoi —que no fue Dios, pero sí Zar—, durante su primer curso con la indumentaria celeste. Entonces, nadie se podía imaginar el tamaño que ha alcanzado su nombre en la historia del club, incluso hubo un proyecto de levantar una estatua en los aledaños de Balaídos, aunque no fue más que una idea. Hoy en día su apodo es mínimamente eclipsado por el de Iago Aspas, El Príncipe de las bateas, que tampoco se libró de unos comienzos más o menos difíciles.
Patxi Salinas, quien fuera compañero de Mostovoi, ve similitudes en el comportamiento de ambos; por tanto, ve factible que Mor encuentre su mejor versión en el Celta tal y como hizo el Zar. “Cuando no estaba cómodo, daba muy poco; cuando sí lo estuvo y se encontró a gusto, nos hizo disfrutar”, confiesa a los compañeros de La Voz de Galicia. Mostovoi también era un jugador díscolo, iba contra corriente. Los pobres resultados del equipo en su primer año, puesto que mantuvo la categoría a duras penas, y su fuerte carácter no ayudaron a la adaptación del futbolista ruso.
El momento más bochornoso se vivió en El Molinón, frente al Sporting de Gijón, el 11 de mayo de 1997. Emre Mor ni siquiera había nacido el día en que Mostovoi quiso marcharse del terreno de juego. En el minuto 78, después de que los locales se adelantaran en el marcador, se dirigió a la zona de los banquillos con intención de abandonar el campo, pero Fernando Castro Santos ya había realizado los tres cambios. Mostovoi, a pesar de todo, pretendía dejar a su equipo con diez cuando este se jugaba el descenso a Segunda. Salinas, que entonces era el capitán, lo obligó a seguir y ambos protagonizaron una escena con agarrones, gritos y empujones. Lo multaron con dos millones de las antiguas pesetas (12.000 euros) y lo apartaron del equipo, pero a él le daba igual, no quería seguir. “No aguantaba más”, llegó a confesar más adelante el ruso, que había aterrizado en Vigo el verano anterior con otras expectativas. “Ahora nos reímos, pero fue desagradable”, declaró el central vasco.

Una temporada después, con fichajes como el de Karpin o el entrenador Javier Irureta, se produjo un cambio en su mentalidad y el rumbo empezó a encauzarse. El Celta se clasificó entre los siete primeros durante seis temporadas seguidas. Su situación iba pareja a la del equipo.
La posición de Mor recuerda inevitablemente a la del ruso en su primera temporada; pero el reloj de arena, siempre paciente, está a punto de romperse de tanto jugar con él. Algunos ya lo consideran una misión imposible, el Celta puede estar dispuesto a recuperar la inversión que hizo el verano pasado (12,5 millones de euros).
El turco de 21 años fue valorado como el octavo mejor futbolista joven europeo en los premios Golden Boy 2017, una lista que encabeza el francés Mbappé (PSG) y en la que también estaban presentes Dembelé (Barcelona), Rashford (Manchester United) o Gabriel Jesús (Manchester City). Mor atesora talento a raudales, solo hace falta verlo cuando maneja el balón, el problema está cuando no lo tiene a su amparo, en sus gestos, en sus esfuerzos inexistentes. La desidia se apodera de su figura y lo convierte en un cuerpo inerte, completamente indolente a lo que sucede a su alrededor. Hoy, es un niño superdotado que no aprovecha las cualidades que se le han otorgado. Ha sido llamado para reinar en el fútbol, pero aún no ha descolgado el teléfono. La decisión de emular a un mito del celtismo como Mostovoi y alcanzar cotas más altas es solo suya y está en su cabeza. Sin actitud no hay talento que valga.
Que bien lo reflejas, tu escritura es fluida y sabia, da gusto leer tan acertados comentarios. Llegarás muy lejos.
Me causa verdadero placer leer las opiniones más que acertadas de Marcos Martín.Se nota madera de campeón en las faenas periodísticas.Mi más cordial enhorabuena.Sigue con tu coherencia y objetividad.
Muy buena reflexión,un placer leer tus artículos.
El que la sigue la consigue….
Enhorabuena Marcos.