A un lado la Francia del futuro: seis jugadores con origen en antiguas colonias franco-africanas. Al otro, la Francia del pasado: porque la independencia de Argentina se inició bajo los ideales de la ilustración francesa y porque 250.000 franceses emigraron a Argentina a finales del siglo XIX. La mayoría desde Bearn, Aveyron y el País Vasco-Francés. Entre ellos algún antepasado de Deschamps (nacido en Bayona) que, quizá por respeto, decidió no atacar al país de acogida de sus ancestros.
Sampaoli, por su parte, también fue fiel a esos antepasados argentinos y buscó su ideal en Francia: defensa sólida y medio del campo físico, confiando en la calidad de sus atacantes. Lástima que su marote (palabra argentina de origen francés para referirse a la cabeza) no se dio cuenta que ni tiene una defensa sólida, ni un medio del campo físico y sólo hay un hombre de calidad entre sus atacantes. Se especula ahora con la dimisión de Sampaoli: la realidad es que dimitió desde el día que dio la lista de convocados, con mención especial para Mascherano que también anunció que abandona la selección. No entra ni en la categoría de noticia: ya había abandonado el fútbol hace cuatro años.
Por suerte para el mundo (futbolero y no futbolero) Francia también aportó a la historia una revolución de estudiantes que sacudieron el país en Mayo del 68. Por eso tenía que ser un joven en edad universitaria el que se rebelase contra ese fútbol laboral Mouschampiano en el que se margina la creatividad. Si muchos ya veíamos en Kylian Mbappé al nuevo niño prodigio, nos reafirmó sacando su primera matrícula de honor en la universidad del fútbol. Provocó un penalti, marcó dos goles y fue una pesadilla constante para la no-defensa albiceleste. Cierto es que algunas preguntas fueron muy fáciles: ¿cómo desbordar a Mascherano, Rojo, Mercado y Tagliafico? Mbappé rompió la mezquindad de Mouschamps rememorando la figura (entonces estilizada) de un joven brasileño que deslumbraba hace 20 años con una camiseta azul (y grana): Ronaldo. No confundirse: el Bueno.
La momentánea remontada argentina fue un espejismo. Era tan evidente que solo había que fijarse en quién y cómo marcaron los goles: un ex jugador con su único chut entre los tres palos con la selección argentina en los últimos dos años y un rebote a cargo de un jornalero del fútbol. Diez minutos duró el espejismo argento: lo que tardó Mbappé en dar la vuelta al partido con dos nuevas ronaldadas. La matrícula de honor del imberbe Kylian llegó ante quien tal vez hoy le haya pasado el testigo de número uno mundial, con la vieja fórmula del grito ritual usado en la sucesión de las monarquías francesas: Le roi est mort, vive le roi! Siendo Messi originario del antiguo Virreinato del Río de La Plata, la traducción más aproximada sería: «Virrey que te vienes, virrey que te vas».
Un Messi que aún intentaba, quién sabe si por ultima vez, obtener su Doctorado legalizado ante el Tribunal Mundial. Si Simeone y la edad no lo remedian en Qatar, tendrá que conformarse con el Doctor Honoris Causa del Fútbol, ese que ya le fue concedido en su día a Di Stéfano, Cruyff o Platini. En su despedida del Mundial, Messi solo pudo franelearnos, porque nada mejor que ese término argentino-francés para explicarlo: franelear viene de “faire flanelle”, referido a quien iba a un burdel pero tras merodear a varias mujeres no se iba con ninguna de ellas. Adoptado por el lunfardo argentino, hoy en día significa hacer caricias a una persona con la intención de excitarla. Exactamente lo que hizo Messi: saltar al campo a disparar nuestra imaginación. A hacer una carantoña al balón y emocionarnos. A merodearnos a todos y cada uno de sus incondicionales. A despedirse con un último franeleo: acariciando al balón para dar ese pase que a él nunca le dieron. Y como aquellos franceses que dejaron su legado en Argentina, abandonó el burdel sin acceder carnalmente con nadie. Quizá porque un burdel no es lugar para un caballero.