Llego a casa y llamo a mi padre. Es una de esas cosas que un hijo siente que no debe dejar de hacer cuando abandona el hogar que lo vio crecer, cuando está a más de 500 kilómetros de su familia. Es necesario romper esa distancia, aunque la conversación dure treinta segundos y sea intrascendente. Habrá merecido la pena si una pregunta tan simple como “¿qué tal?” tiene respuesta. Uno de esos días, recientemente, descuelga el teléfono y dice:
– Estoy viendo a Nadal.
A decir verdad, es una contestación bastante habitual desde la irrupción de Rafa en nuestras vidas.
Da igual en el año en que hayas nacido que tu padre siempre va a pertenecer a otra generación. Por cuestión biológica, los hijos tenemos 20, 30 o 40 años menos que ellos. Lo normal es que sus referentes deportivos formen parte de una época lejana para nosotros. A mí padre siempre le han gustado los Beckenbauer, Cruyff o Indurain; sin embargo, su ídolo no pertenece a otro tiempo, no, se corresponde con el mío, se llama Rafa Nadal. Cuántas veces me lo habrá repetido.
En un ejercicio de memoria, recuerdo cuándo fue la primera vez que lo vi en su medio natural. Ocurrió en 2003, en el torneo sobre arcilla de Hamburgo. Contra un consolidado Carlos Moyá, que entonces ya había ganado Roland Garros y había sido número uno del mundo, peloteaba, y bien, un joven de melena imprudente, similar a su actitud con la raqueta. Ni siquiera vestía todavía las camisetas de sisas y los pantalones pirata que lo caracterizarían después. Un crío de 17 años recién cumplidos eliminaba (7-5 y 6-4) a todo un referente del tenis español. Lo que Nadal no sabía entonces (o sí, porque uno de sus grandes poderes siempre ha sido el de la convicción) es que se convertiría en el ídolo de muchos. Aunque algunos, entre los que me incluyo, le diésemos la espalda cuando le fue mal.
Rafa, cuyo nombre entonces era el de Rafael, sobrino del futbolista Miguel Ángel Nadal, empezó aquella temporada en el puesto número 200 de la ATP y lo acabó en el 49. Fue el año de su presentación, el de su consolidación llegaría dos más tarde, en 2005, con la consecución de su primer triunfo en la Philippe Chatrier (pista que, a estas alturas, tendría bien en cambiar ese nombre por el de su invasor). Ese año, gana 11 títulos y acaba como número 2 del mundo.
Con solo 21 años ya tenía una biografía. Qué barbaridad. Poco a poco, se convirtió en uno más de mi familia. En un primo lejano que cada domingo hacía acto de presencia a la hora de comer, no fallaba a su cita. Se había convertido en algo normal verlo disputar una final casi semana tras semana, contemplar cómo se tiraba sobre la pista, la tierra o la hierba a modo de celebración (y liberación) y, a continuación, saboreaba las mieles del triunfo con su ya mítico mordisco al trofeo.
Pero, de repente, se convirtió en un flanco para las lesiones, a las que nunca fue ajeno. 2015 fue un curso nefasto, el año con menos títulos y con más derrotas en su carrera. Su salud mental, su auténtico prodigio, siempre había resistido a todos los golpes, pero esta vez, el mayor luchador de la historia del tenis comenzaba a rendirse. Parecía que no volvería a ser el de antes. Rafa, inusual en él, no jugaba, deambulaba por la pista. Me resultaba demasiado doloroso verlo caer de aquella manera. Decidí alejarme. Me distancié porque mi amor por aquella persona que me había hecho disfrutar tanto no quería verlo sufrir. Prefería quedarme con lo que había sido en vez de con una imagen que no me parecía justa. Pero mi padre, que de la vida sabe más que yo y creció huérfano de éxitos nacionales, siguió frente al televisor hiciera sol o tronase, incluso cuando no estaba y no se le esperaba, aguardando con paciencia su regreso. Puso la mano en el fuego por que volvería ganar. Existe un antiguo refrán que dice que la victoria tiene cien padres y la derrota es huérfana. Pues eso. Ahora, lo pienso y me digo: qué imbécil fuiste, carajo, te perdiste lo especial, la victoria es más dulce cuando ya conociste la derrota.
Por eso he decidido escribir estas líneas antes de la final de Roland Garros, la undécima del manacorí. Lo he hecho para decirle a mi padre, y a Nadal, que espero que me perdone, que he aprendido. Valdrá la pena gane o pierda, porque su sombra, proyectada sobre la tierra batida, seguirá siendo alargada. Lo que consiguió en Roma el pasado mayo es una metáfora de su trayectoria. Suele decirse que estamos hechos de instantes, menos Rafa, que es eterno, como la ciudad que ha conquistado once veces, tantas como París. Nunca más vamos a volver a ver algo así. Es imposible incluso que alguien pueda llegar a acercarse.
Hay una gran diferencia entre llegar a una final y ganarla. Con Nadal hemos perdido la cuenta. Y se sigue emocionando. He ahí su grandeza. He tomado conciencia de que lo más impresionante de Rafa no era precisamente verlo ganar, sino cómo volvía a hacerlo después de cada herida, de cada duro revés. Ahora, cuando mi padre me llama y me pregunta “¿cómo estás?”, le contesto que viendo a Nadal. Tras la final del domingo ante Dominic Thiem, me volvió a decir: «Impresionante. No se puede ser más grande». La verdad es que no. Ambos me han dado una lección (otra más), me han enseñado cómo se construyen los ídolos: dentro y fuera de la pista. Ahora, tengo dos. Gracias, papá.
Qué emocionante!!
Que relato, se me han salido lagrimas, tengo 34 años, viendo a Nadal desde los 17 años, recuerdo todo, y lo mal que la paso con las lesiones, la derrota en Brasil 2016, y otras mas estando mermado físicamente. Me quedo con la frade que la Victoria es mas dulce cuando sufriste y conociste la derrota.