Ni mis padres ni los de mis compañeras del equipo de baloncesto del colegio en el que jugaba vinieron a vernos jamás a un partido. Recuerdo excepcionalmente cómo mi padre se acercó a una final que disputamos y, tras vencer, nos invitó a todas a una Coca-Cola. Desde entonces, para referirse a él me decían: “Tu padre es el de la final, ¿no?”. Había hecho algo extraordinario que en la época no se estilaba.
Ahora no solo no nos perdemos ni un partido, sino que somos como drones que sobrevolamos cada uno de los aspectos antes, durante y después del juego. Muchas veces, la mayoría, interfiriendo sin necesidad.
Mi padre, el de la final, no volvió a ir a ningún partido, al igual que el resto de padres. Nadie nos preparó una suculenta cena por haber quedado campeonas de toda la provincia ni nos alabaron más que lo justo. Nos conformamos con esa Coca-Cola y con las 5.000 pesetas que nos correspondieron a cada una para canjear en material deportivo. Con ese dinero me compré mis primeras zapatillas decentes.
Como el resto de jugadoras, seguí acudiendo sola a los entrenamientos, continué desplazándome hasta el punto de encuentro acordado para acudir juntas en transporte público a los partidos y protesté sola (o me callé) cuando en el equipo rival nos tocaban brutotas como aquellas que nos pincharon con alfileres.
Si esa escena que hemos recordado juntas años después entre risas se hubiese producido hoy día, no tengo la menor duda de que los padres dron que ahora somos habríamos pedido la comparecencia de la Policía.
No recuerdo ningún trauma por aquel episodio ni por el hecho de irme y venirme sola de los partidos tras una buena caminata hasta mi casa. Nuestros hijos no pueden tener esas vivencias. Y no pueden porque planeamos sobre ellos para que no se nos escape ni un segundo de sus vidas.
No estoy de acuerdo en esa denominación que se nos da de “padres helicóptero”. Las aspas del helicóptero hacen ruido y se las oye llegar. Los progenitores de hoy somos más sibilinos. Controlamos en silencio. Sobrevolamos a distancia sin perder de vista a nuestros retoños y luego, ¡oh, cielos!, nos angustiamos cuando descubrimos que eso de la autonomía y la madurez no va con ellos.
No sé si nuestra generación lo tuvo más fácil o más complicado. Si salimos así por obligación o por convencimiento, si nuestros padres tenían otras cosas más urgentes en qué pensar al margen de sus propios hijos. Lo confieso: no tengo la menor idea. Pero sí sé que aprendimos eso tan intangible, pero tan sumamente capacitante, que las abuelas llamaban “sacarse las castañas del fuego”.
No seré yo la que comience a dar pasos atrás y a dejar que mi hijo sea el único de su equipo al que no acompañen sus padres a los partidos. No seré yo. Pero muchas veces me acuerdo de aquel único refresco, invitación de mi padre, que nos supo a gloria y de cómo con tan solo 12 o 13 años iba y venía sola a jugar al baloncesto, que era mi actividad del sábado y no la de toda la familia.
Los tiempos han cambiado que es una barbaridad, sí. Pero actuamos como drones de batería ilimitada con nuestros hijos. Y no estaría de más que la pila se nos agotase de vez en cuando.
Completamente de acuerdo. Estamos encima para todo y luego nos sorprendemos de que (en muchos aspectos) sean analfabetos funcionales.
Buen artículo
Totalmente de acuerdo con lo que dices. Estamos demasiado encima. Quizás no sepamos si es bueno o No, pero ahora es lo que hacemos. Muy buenas tus palabras como siempre
Jo que razón tienes hija yo soy un don incansable y aun me parece poco… Pero me paro muchas veces a pensar que debería de dejarlos solos… Y cuando lo he hecho aunque pasándolo mal han respondido mejor de lo que esperaba.. Debemos estar y no estar.. Pero es dificil
Buenísimo Terry, totalmente cierto. Nos sorprende que la adolescencia se haya alargado hasta casi los 21años, pero hemos sido los padres los que no les dejamos crecer. Tendremos que aprender a soltar amarras para verlos crecer con paso firme y seguro. No vamos a poder estar ahí siempre
HEMOS INFANTILIZADO A LOS QUE NOS SIGUEN, Y NOS HEMOS INFANTILIZADO NOSOTROS.ES CONSECUENCIA DE LA INDOLENCIA QUE PROPAGAMOS CON NUESTRA SOBREPROTECCIÓN