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Quique Setién, retrato del entrenador de moda

En Santander, entre la gente de mi generación, no hay quién no adore a Quique Setién, el futbolista. Aquel futbolista que hoy es un hombre que demuestra que la cabeza no envejece tan rápido como las piernas. A meses de cumplir los 60 años, con un notable desgaste de cartílago en las rodillas, es un entrenador en el punto exacto de la vida. A una edad, en la que otros compañeros amenazan con la jubilación, Quique Setién jamás dirigió a un grupo del potencial del Betis. Un equipo donde él hubiera sido feliz como futbolista con la pelota pegada al piso huyendo del cielo y explicando que se juega como se vive, sin miedo al riesgo ni a lo que los demás dicen de nosotros. Por eso hoy es tan tentador escribir de Quique Setién, un hombre dividido en demasiados hombres al que yo mismo conocí cuando arrancaba en el periodismo en Santander. Entonces él era un futbolista en la última estación que ponía de ejemplo unas declaraciones que había leído a Di Stefano en las que se arrepentía de haberse retirado a los 40 años y se reía cuando escuchaba que un futbolista, a los 37, ya estaba viejo. Acababa diciendo que esa era la mejor edad para jugar.

Quique Setién, en realidad, es así. Por eso hoy parece imposible que algún día le reproche la edad a Joaquín para dejarlo en el banquillo, porque entonces sería como olvidar todo lo que aprendió de la vida. A los 14 años, trabajaba de botones en el Colegio de Farmacéuticos de Santander de ocho de la mañana a ocho de la noche. Era huérfano de madre y, para combatirse, se dedicaba a escribir las crónicas de sus propios partidos en aquella vieja máquina de escribir Olivetti que le prestaba un compañero de la oficina. Quique no era especialmente rápido escribiendo. Buscaba, incluso, el significado de las palabras en los diccionarios. Pero de todo eso no sólo nació un hombre distinto. También un futbolista importante que cuidaba al balón como se cuida a un hermano pequeño. “Mis conflictos con Maguregui eran traumáticos”, recordaba. “Había zonas del campo prohibidas para echar la pelota al suelo. Sin embargo, yo era incapaz de despejar un balón sin una dirección concreta”.

Por eso en los años ochenta, en una época en la que la furia todavía se ponía de ejemplo en los colegios, Quique no siempre fue un tipo fácil de entender. “Yo buscaba decisiones complicadas con el balón, pero si no salían entonces la gente me acusaba de que no corría”. Así que, a su lado, desaparecía el término medio. La vida era como una canción de Serrat en la que podía pasar de todo, lo mejor y lo peor como aquel día en el que él acababa de llegar a casa tras salir a correr por los pinares de Liencres. Entonces encendió el contestador automático de su teléfono, que guardaba un mensaje sin piedad del presidente Pancho Mora que no sólo acababa una etapa. También una vida o una parte de la vida:

—Hola, Quique. Soy Pancho. Te llamo para decirte que hemos decidido despedirte. Ya hablaremos. Un abrazo.

Quique había tenido un conflicto en La Albericia con Vicente Miera, el entrenador del Racing, en la que le echó en cara a él, futbolista franquicia del equipo, que no era trigo limpio porque había tenido problemas en todas partes. Sin perder el control, como si jugase una partida de ajedrez, Quique le contestó que eso era por haberse encontrado a gente como él. Aún no se sabe si se arrepintió: yo nunca le hice esa pregunta. Tampoco sé si alguien se la hizo. Pero tal vez sea preferible decidirse a arrepentirse. Por eso hay tantas noches en las que Quique se acuesta acompañado por un papel y un bolígrafo para retener las buenas cosas que a uno se le ocurren por las noches y que luego se olvidan al amanecer. De ahí que este hombre sea un defensor de la utilidad de la palabra que, por ahora, le desahoga al recordar que nunca se portó “como un cabrón con nadie”. Algo importante en un gremio con tanto poder como el de los entrenadores. “Yo me mido por cómo hablan los futbolistas de mí”, me confesó en una vieja entrevista, “y entonces veo que hay un porcentaje alto que reconocen que les he ayudado a mejorar, porque les convencí con la palabra. Ni tan siquiera pretendí cambiarlos, porque eso requiere un tiempo que casi nunca tenemos. Por eso a veces lo último que hablamos es de fútbol”.

En una sociedad, en la que el éxito no dura ni un minuto, Quique Setién sigue siendo un elemento interesante. Seguramente tenga la vida resuelta como advirtió a los 30 años cuando amigos suyos empezaban a trabajar en cosas que no le gustaban y él ya tenía dos pisos pagados en Santander. También tiene una casa ahora con campo de fútbol incluido en Liencres, en una zona espectacular de Santander, al lado del mar salvaje, que le recuerdan que él es un hombre del Norte, envuelto ahora en el Sur, donde tampoco consiente la indiferencia. Ni su fotografía ni su voz dirían que es un hombre de 60 años, pero tal vez ése sea el precio de no perder la paciencia. Pudo hacerlo, porque su vida como entrenador, hasta que lo llamarón del Lugo, viajaba por carreteras secundarias (Ejido, Logroñés, Guinea Ecuatorial…), sin la energía que procura la victoria. Pero entonces iba diciendo por ahí que “nunca es demasiado tarde”, justamente lo que su biografía demuestra hoy en el Betis. No importan los años ni las cicatrices que le dejaron los años, porque, al final, uno nunca deja de ser uno mismo. «Quique no era especialmente fuerte ni veloz, sólo era el mejor. El fútbol se hacía cuerdo en un amague; la confusión se ordenaba con un freno y la pelota siempre salía mejorada de sus pies. Y en el área adversaria, donde un segundo dura un siglo, a Quique le sobraba el tiempo para encontrar a un compañero», escribió de él Jorge Valdano, compañero suyo de generación, en su biografía Quique Setién, el jugador de fútbol, escrita por un tipo que lo adora: Raúl Gómez Samperio.

Hoy, seguramente sobran los motivos para seguir escribiendo de Quique. Su propia biografía explica que no existe el mundo perfecto y que, ante las imperfecciones de los demás y de uno mismo, la democracia es importante. “Si un jugador es incapaz de dar un pase de 40 metros soy el primero en entender que no lo intente”. El siguiente paso tal vez sea el de no aparcar los años cumplidos en el armario o el de no dejar de escribir nunca. Por eso una vez se me ocurrió decirle que hubiera sido interesante verle liderando un sindicato o las clases de recuperación en un instituto. Cuesta creer que no hubiera defendido a la ciudadanía con razones más que con palabras. Sus ambiciones personales nunca fueron preocupantes. Tampoco hubiera pasado nada si el Betis no hubiese aparecido nunca y se hubiese quedado en entrenador de provincias, donde uno descubre que el prestigio en la profesión es más importante que la popularidad en el resto del mundo. Por eso es imposible imaginar a Quique Setién pegando puñaladas por la espalda o riendo gracias como descubrió a los 18 años, cuando empezaba en el Racing. El magisterio no tiene edad. «En una campaña contra el tabaco, que protagonizamos juntos, hice amistad con un periodista, Juan Antonio Sandoval, que escribía como los ángeles y me di cuenta de que en sus crónicas, en La Hoja del Lunes, yo nunca jugaba mal. Desde aquel día, entendí que debía mantener las distancias con los periodistas». Porque, al final, eso es un reflejo de la vida en el que está claro que es preferible morir de pie a vivir arrodillado.

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