Nadie se pone de acuerdo en determinar cómo se superan estas eliminatorias, escucharán explicaciones razonadas en geometrías diversas, de los rombos dinámicos a los óvalos gigantes, concretamente dos. Lo seguro es cómo se pierden. La hoja de ruta de una derrota catastrófica está bien descrita. Para desperdiciar una ventaja sustanciosa, valga el 3-1 actual, es necesario, aun antes que perder el partido, perder el control. El detonante puede ser un gol en contra en los primeros minutos, venga de una jugada absurda, para hacer más daño, o de un penalti y expulsión, si la tormenta es perfecta. En situaciones parecidas muchos equipos se rinden a la voluntad del fátum, que es el destino antes de convertirse en fatalidad.
Si yo fuera Zidane —me falta categoría, me sobra pelo—, insistiría en las posibilidades catastróficas antes de adentrarme en las situaciones cotidianas. El objetivo ha de ser que el futbolista no se inmute ante la sucesiva precipitación de goles o de pianos de cola. Nada debe alterar al jugador, hasta el punto de que en su cara sólo debería admitir dos gestos, la sonrisa o la media sonrisa. Si lo consigue, cesará el diluvio. Y no predico la incredulidad, nadie vaya a pensar tal cosa. Por incrédulo fue eliminado el PSG contra el Barcelona. Nunca creyó que le pudieran meter cinco goles y tuvo razón, le metieron seis. Para los incrédulos y para los miedosos está reservado el mismo lamento.
Lo que recomiendo es no dejarse sorprender por los contratiempos, porque los habrá. Y los más fáciles de imaginar tienen forma de goles. Y digo goles, plural inquietante. El PSG ha marcado tres o más en sus últimos ocho partidos. Si circunscribimos la muestra a sus actuaciones de esta temporada en el Parque de los Príncipes, el dato es todavía más estremecedor: 76 goles en 19 encuentros, de lo que resulta una media de cuatro por festejo.
Admitido que el Real Madrid no es el Troyes, el Marsella o el Estrasburgo —contra todos ellos, rivales recientísimos, el PSG ha obtenido resultados que le clasificarían hoy—, y aceptado que sin Neymar se reducirá la capacidad goleadora (25 dianas entre Liga y Champions), tenemos que convenir que es altamente probable que Keylor sea batido, al menos, un par de veces. Y no lo dice el pesimismo, sino la estadística combinada: el PSG marca un mínimo de dos goles por partido y el Madrid no acostumbra a dejar su portería a cero (dos veces de las quince últimas). Llegados a este punto, les recuerdo, sin que haga falta, que el 2-0 elimina al campeón.
Queda demostrado, por lo tanto, que para el Real Madrid es más importante —y más fácil— marcar un gol que evitarlo (el espíritu Marcelo), y es relevante que nadie lo pierda de vista cuando del cielo caiga el primer piano de cola. La eliminatoria no se juega en campo propio, sino en el área rival. Más que defender el marcador, habría que atacarlo.
Después de clarificar la actitud, toca ejercitar la memoria. Hace tres semanas, el Real Madrid estuvo a merced del París Saint-Germain durante muchos minutos , demasiados, en los que las mentes más sensatas hubieran firmado el empate. En base al marcador final (3-1) hay quienes acusan al PSG de ser un equipo inmaduro, pero mi sensación personal es que sólo le falta por madurar la suerte. También esto habrá que vigilarlo. El mismo aluvión que benefició al Real Madrid podría volverse en contra y nadie debería asustarse: igual que llueven ranas, pueden llover pianos Yamaha.
Sobre la conveniencia de la BBC me presto a menos debates, al menos en esta fecha. Cualquier opción se puede acompañar de un buen argumento y no será la alineación, ni tampoco las bajas, la que decida la suerte del Real Madrid. Serán los jugadores. Serán ellos los que, en última instancia, decidan si salir o quedarse. Cuando el cansancio deshace el rigor táctico hay un contagio espiritual que igual propaga el miedo que la fe. Cuando llegue ese instante, el Real Madrid deberá hacer valer las seis Copas de Europa que ya tenía en 1970, cuando el París Saint-Germain nació, y las doce que le acompañan ahora según registro notarial en la manga izquierda. Es ahí donde hay que agarrarse, no a los óvalos desproporcionados, sino al palmarés. Cuando el cansancio impera, hay quien se rinde ante cualquier documento oficial.