Si tras el pitido final en Cornellá nos os visteis en Kiev, mentiréis como bellacos. Y ni que decir tiene, que ahora veo la vuelta en París de color de rosa. La baja de Neymar, quizá, oscurece un poco la gesta y me genera dudas ínfimas, pero la vida no puede ser siempre un carnaval, aunque el bueno de Ney conserve la esperanza. Un minuto de silencio, por cierto, por la ausencia del brasileño. Que Dios nos pille confesados, si se cruza en nuestro camino en la búsqueda del oro de Moscú.
Ratifico mi francofilia, porque siempre me ha podido la nostalgia. Celebro los clichés de una ciudad que hasta el mismísimo Woody Allen adora casi tanto como a Nueva York. Y el Real Madrid es un cliché en sí mismo. Provoca envidia cochina en el viejo continente. Es aburrido en todo su esplendor. Lo volverá a ser dentro de unos días consumando que la novedad pretendida por el PSG en Europa se va a quedar en intentona golpista. La debacle en Cornellá era necesaria. Semejante naufragio nos ha devuelto la esperanza de cara a una cita donde cambiaremos el chándal Adidas (por muy de moda que esté) por el esmoquin, y París siempre agradece una puesta en escena con antecedentes tan dramáticos como románticos. El Madrid hace tiempo que cruzó la línea de no retorno en el campeonato nacional y no estamos ni en primavera. ¿Puede haber un prólogo mejor para una gran noche de pasión? No lo creo.
Nosotros somos más de París, porque, además, nos trae mejores recuerdos. En Barcelona, aunque digan los contrario, hace mucho más frío. Perdón, en Cornellá. En la ciudad bañada por el Sena y a partir de la medianoche, el Madrid, como Gil Pender, se volverá a tomar un vino con Dalí, se batirá en duelo con Hemingway y se besará con Adriana una vez que consiga llegar a la orilla en el Parque de los Príncipes. Lo peor que puede pasar, es que todo sea un sueño y que al despertarnos tengamos que conformarnos con otros cuartos de final. C´est la vie.