Algún sabio —nunca faltan— ha llegado a la conclusión de que una ceremonia como los Oscar (o los Goya) corre el riesgo de hacerse tediosa si los premiados emplean demasiado tiempo en dar las gracias a sus familiares, amigos, miembros del equipo y productores asociados (lista interminable, últimamente). No es verdad o, por lo menos, no es una verdad absoluta. Una entrega de premios es una competición que, más allá del desfile de modistos y cirujanos plásticos de la alfombra roja, está basada en dos emociones primordiales: conocer al vencedor y saber cuál será su reacción (y la de los perdedores).
Si partimos de esa premisa, el discurso de los ganadores debería ser entendido como una parte fundamental del espectáculo y no como un residuo. Es ridículo que alguien que acaba de alcanzar la cima de su carrera profesional tenga que dar gracias a toda prisa porque el tiempo apremia y la música le dejará pronto sin voz.
Anoche, Jimmy Kimmel, presentador de la gala, compareció en el escenario con un cronómetro para animar a los premiados para que no se excedieran del tiempo permitido, 45 segundos. Para disfrazar la coacción de chiste (malo), se ofrecía una moto de agua a quien hiciera el agradecimiento más escueto. Mucho me temo que, en este caso, había tanta prevención hacia los discursos aburridos como a las proclamas políticas o feministas. Según parece, es más fácil arremeter contra Harvey Weinstein en los Globos de Oro (premios de la prensa extranjera) que en los Oscars de Hollywood, sede del negocio. El resultado es que pasamos del #MeToo al #MexicoLindo.
Ignoro en qué momento se ha llegado a la conclusión de que el espectador está más interesado en el presentador o en el show que en los galardonados. No es mi caso, desde luego. Entiendo, eso sí, que son necesarios algunos cambios. Antes de pedir a los ganadores que sean breves habría que solicitar que fueran originales. Una buena manera sería que no se pudiera leer lo escrito la noche anterior o la hora precedente, anotaciones basadas en la preocupación de olvidarse de alguien y no en la alegría ser premiado. Tirar de memoria o de imaginación resultaría un ejercicio muy útil por más que duela a algún familiar extraviado.
Si ajustarse a la escaleta es el problema principal, propongo que se sacrifiquen intervenciones del presentador, asunto que no es doloroso en el caso de Kimmel. O que se reduzcan las actuaciones musicales a un único número con todas las canciones nominadas, tal y como se hacía en ediciones anteriores. Cualquier cosa antes de volver a vivir el bochorno que supuso dejar sin palabra a J. Miles Dale, productor de La forma del agua. “No pasa nada. Lo que tenía que decir se lo dije a la gente que debía escucharlo. No importan los otros 220 millones de personas”. La resignación del pobre Miles no subsana el error. Yo creo que sí importamos.