Lo más concreto y llamativo en el tema de la desigualdad de la mujer en la música es el asunto de las programaciones. Trataría de incluir a más artistas que no sean hombres en los festivales. Si miramos los carteles de muchos de los festivales patrios, las solistas, o grupos liderados por mujeres (con material creado por ellas) somos siempre menos de la tercera parte.
Yo llevo en la música casi 10 años, tengo 4 discos, este año sacaré el quinto y nunca me han llamado para tocar en ningún festival de mi país. No me gusta participar en “conciertos de mujeres”, no quiero que como artista se me meta en ese saco: “Mujeres y artistas”. No existe tal calificativo para ellos, “hombres y artistas”. Es como si el sustantivo “artista” tuviese intrínseco una cualidad masculina. Y todos sabemos que no es cierto.
Toda creación puede estar influida (o no) por la raza, nacionalidad, cultura, educación, y claro, sexo del artista. Pero yo no separo ni comparo a Patti Smith y a Lou Reed, o a Françoise Hardy y a Serge Gainsbourg. Juegan en la misma liga y sus discos están en la misma balda de la librería de mi salón. Creo que en ese sentido hemos retrocedido, o no hemos seguido avanzando. Yo quiero jugar en el mismo equipo, o no jugar en ninguno, porque creo que en términos artísticos sólo hay uno. Para mí no existe un arte de mujeres, un cine o música de mujeres, como tampoco existe un arte de hombres. Y menos mal. La riqueza está en la pluralidad y en que cada una con el sexo que nació pueda alejarse de este a la hora de crear, para que su creación sea más universal, que se eleve por encima de su sexo, raza o religión. Y así toque y llegue a más gente.
Pero está claro que a una mujer le cuesta más alzar la voz. Es el peso de la historia sobre nuestros hombros. En ese sentido me acuerdo del acertado título del último disco de Cristina Rosenvinge, Un hombre rubio, haciendo referencia a sí misma para hablar de la soledad universal partiendo de la definición de la RAE. Hombre: ser animado racional, hombre o mujer. Así que esa sería mi medida, menos “festivales de mujeres “ y más “festivales de música donde la participación de artistas de ambos sexos esté más equiparada”.
De muchas maneras, algunas muy sutiles, otras no tanto. Tengo dos anécdotas que reflejan el machismo en el mundo de la música bastante curiosas. Y otra más que valdría para liderar el comando #Metoo, pero que por el momento prefiero guardármela, la contaré en mis memorias.
Hace ya unos años, el programador y dueño del Búho Real era el tipo que «cortaba el bacalao». El bacalao que yo quería comerme. Este tipo me ayudó. Se lo agradeceré siempre. Me programó y tuvo fe en mi. Pero no me gustaba. Se colocaba en un lugar superior a ti, sabía que tenía el poder y lo usaba. Me ponía muy nerviosa. El Búho era una sala pequeña, pero por aquel entonces era importante tocar allí. Así que la mayoría de los cantautores, músicos y artistas le doraban la píldora. Yo nunca.
Un día en el camerino me dijo que iba a llegar alto, aunque aún no supiese cantar, que lo sabía por la forma en que mantenía la mirada con el público. Pero al siguiente concierto me insinuó que era demasiado mayor para triunfar, que era una verdadera pena que no tuviese cinco años menos. Lo más sorprendente fue lo que me dijo en la prueba de sonido el día de mi primer concierto en la sala. Nunca lo olvidaré.
—Mira, Marta, te voy a dar una clase de cómo sentarte en el taburete, quiero que la gente venga a escuchar tus canciones, no a mirarte las piernas.
Me quedé muda. No estuve ducha para nombrarle a PJ Harvey, Amy Winehouse, Tina Turner o Madonna. Por no hablar de Prince o Bowie, pero con estos nunca nadie se metía porque mostrasen sus piernas, ni porque se tocasen el paquete, o se acostasen con hombres, o con quien les viniera en gana. Siendo mujer todo es diferente. Porque antes que nada eres mujer. Y una mujer no debe… bueno, ya conocemos el cuento.
El tipo se adelantó porque yo siempre (o casi siempre) he tocado de pie, y al margen de esto, nadie me iba a decir a mí, con mi pasado de bailarina, cómo colocarme en un escenario. Pero por aquel entonces no contaba con el suficiente amor propio como para haberme largado de aquel antro o haberle rebatido semejante consejo vulgar que me costaba tanto comprender.
El hecho de ser mujer y moverte en le mundo de la música es un tema que tiene mucha hebra. Daría para un libro. La otra anécdota es más surrealista. Una noche, hace ya algunos años, en un concierto en el café Margot, en Toledo, dos chicos, periodistas locales, se acercaron para felicitarme. No me conocían, entraron por curiosidad. Uno de ellos me hizo una objeción.
–No entiendo cómo teniendo buenas letras, has empleado la palabra “absurdidad” mientras hablabas, que es incorrecta. Se dice absurdez.– afirmó.
Me quedé extrañada. Estaba casi segura de que «absurdidad» existía. Creía haberla escuchado en una canción de Nacho Vegas que me gusta mucho, Las inmensas preguntas. Les di las gracias de todos modos y creo que hasta sonreí. En cuanto volví a Madrid lo primero que hice fue abrir mi ordenador y buscar “absurdidad” en el diccionario de la RAE, lástima que me hubiese quedado sin batería en el teléfono para haberlo comprobado allí mismo. Absurdidad era correcta y absurdez no existía.
Y pensé, ¿cuándo se me hubiese ocurrido a mí decirle algo semejante a un cantante al terminar su actuación? Si eres mujer, y te subes a un escenario a contar tus propias historias, y encima te da por mostrar tus piernas, tienes muchas mas probabilidades de ser condenada. Así es.
Por eso, el feminismo aún necesita todo nuestro empuje. No nos quedan más ovarios ni más cojones, si queremos una sociedad más justa y más feliz. Que ayer por la mañana en la radio la ministra de igualdad dijese que el feminismo es una etiqueta, me hace pensar que no tiene mucha idea de lo que nos ha costado llegar hasta aquí. Por nuestras abuelas que lo tuvieron mucho más negro, conviene recordar el camino andado. Ojalá que todos los días fuesen 8 de marzo y ya no hiciese falta manifestarse ni enfadarse… Aún falta mucho para esto.