Nada perjudica tanto a Cristiano Ronaldo como su gestualidad exhibicionista y la insistencia del entorno por proclamarle mejor futbolista del mundo, como si de tanto repetirlo pudiera llegar a ser verdad. Para apreciar la dimensión de Cristiano como futbolista es necesario liberarlo —y liberarnos— de esa arrogancia expresiva que, muy probablemente, no hace más que ocultar una flagrante inseguridad. También ayudaría, no me cabe duda, que quienes pretenden agasajar al ídolo con la imposible comparación con Messi se callaran por un rato, prueben a hacerlo. Sólo entonces seríamos capaces de advertir la grandeza de un jugador extraordinario, uno de los mejores de todos los tiempos, y con eso debería bastar.
El mismo Cristiano que encarriló la eliminatoria contra el PSG, rescató al Real Madrid en Ipurúa, lo que define, en cierto modo, sus características como futbolista: igual rinde en las mullidas alfombras de la Champions que, tres días después, en los farragosos campos del norte. Para él no existen el sinfín de distracciones que afectan al resto de jugadores, incluyan al resto de los humanos. Con independencia de la inspiración, asunto fluctuante, Cristiano se maneja con una voracidad invariable que es la revancha contra el mundo del muchacho de Madeira. Debieron ser duros aquellos primeros tiempos en Lisboa, lejos de casa, llenos de nostalgias y de burlas por su acento y por su fingida altanería. Tan duros que todavía persiste la venganza y la altanería. Sólo podemos dar las gracias a los idiotas que prendieron la llama.
Como tantas veces, al describir el primer gol de Cristiano (33’) corremos el riesgo de situar la definición por debajo de la jugada que originó el remate. Es cierto que el pase de Modric con el exterior del pie fue una acción primorosa. Sin embargo, el control y el chut a portería tienen un valor suplementario. No olvidemos que es en la presencia del portero cuando se nublan las mentes y surgen las dudas, no tenemos más que pensar en Benzema. Cristiano no las tiene. Le proporciona tanto placer el gol que se lanza a por él como los niños a por los caramelos, sin verse aturdido por reflexiones adultas como la caries o el empacho.
El segundo gol (83’) nació del mismo ansia. Empatado el choque, el Real Madrid se veía perdido y no había otra opción que optimizar los pocos remates que concedería el Eibar. Por eso acudió al remate con una determinación religiosa. Más que un cabezazo fue un atropello a la pelota o una invasión de la portería con bola de cañón. Eso es un nueve, por cierto. Y en ese terreno, Cristiano tiene todo el derecho a reivindicarse como el mejor, si es que tal cosa le calma algún demonio. Es fácil que no haya rematador como él y es hasta posible que nunca lo haya habido. En el fondo, no debería costarnos tanto entender la melancolía de Benzema.
Del Eibar también hay algo que señalar, mucho para ser justos. Su actitud es un ejemplo para los deportistas y los enfermos de pereza. No existe un equipo con la cara lavada que resulte tan admirable, ni tan auténtico, ni tan ligado a las esencias de este deporte. Hasta la calva de Dmitrovic, inaudita en esta época de injertos a la turca, es un símbolo que nos conecta con ese viejo fútbol, cuando los jugadores todavía tenían alopecia y pelos en las piernas. Se puede animar a cualquier equipo del mundo, pero no hay filosofía incompatible con ser del Eibar.