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USA: picos y valles en Pyeongchang (II)

Lo que sigue es una visión de lo sucedido en los Juegos Olímpicos de Invierno de Pyeongchang desde una perspectiva estadounidense. Lindsey Vonn, Mikaela Shiffrin, Chloe Kim, Lindsey Jacobellis y Mirai Nagasu fueron las protagonistas de la primera entrega. Ahora es el turno de Jamie Anderson, Nathan Chen, el equipo femenino de hockey sobre hielo, Sarah Hendrickson y otros héroes con o sin medalla.

 


VI. El hombre que no tenía nada que perder


El histórico momento de Nathan Chen es, en realidad, el rutinario momento de un hombre que no tenía nada que perder. Y es de probado conocimiento que nada concede mayor libertad en esta vida que saberse derrotado de antemano.

Tras situarse en decimoséptimo lugar después de un desastroso programa corto, el joven patinador estadounidense, la gran esperanza de medalla del patinaje norteamericano, el único hombre de la historia que había realizado siete saltos cuádruples en dos programas de un mismo evento, saltó a la pista en el programa libre sin ningún objetivo tangible, más allá de la vaporosa sensación de disfrutar y, de paso, hacer historia. Y, como suele ocurrir cuando las monedas no te pesan en los bolsillos, lo consiguió: seis saltos cuádruples (aterrizando en cinco de ellos con éxito) para fijar la mayor marca de la historia de los Juegos Olímpicos para un patinador en 215.08 puntos (del sistema de puntuación, beneficioso para los acróbatas y no tanto para los perfeccionistas, habrá que hablar en otro momento).

“Por mucho que intenté negarlo, creo que sentí mucha presión antes del programa corto, especialmente pensando en medallas y puestos y cosas que están completamente fuera de mi control. Eso me tensó y fui muy cauteloso en el hielo, que no es la forma correcta de patinar. Al estar en una posición tan baja al entrar en el programa largo, me permití olvidarme por completo de las expectativas y me permití ser yo mismo”, razonó ante los periodistas. Y finalizó: “Sabía que no tenía nada que perder. Lo planeé después de anoche. No voy a ir a lo seguro. Quería redimirme. Y definitivamente eso hice”.

Ni siquiera se lo dijo ni a su entrenador. Pero ¿para qué? Si Nathan Chen era ya un hombre que no tenía nada que perder.

 


VII. El tomate volador


A Shaun White le llaman Flying Tomato (Tomate volador) y es el mejor rider de la historia, así que su tercera medalla de oro en la prueba de Halfpipe de snowboard parecía inevitable. Y, en efecto, lo fue. Pero, en realidad, su medalla en Pyeongchang, que se une a las de Turín 2006 y Vancouver 2010, no es una más. Porque White quería la redención.

La redención de Sochi 2014, unas Olimpiadas en las que se lesionó la muñeca en la prueba de Slopestyle y terminó cuarto, fuera del podio, en Halfpipe. Después, se fue de gira con su grupo de música, The Bad Things. “En ese momento estaba quemado. Es duro de admitir. En ese momento mi corazón no estaba en esto”, rememoró cuatro años después en Corea del Sur.

La redención también del golpe que sufrió contra el borde del Halfpipe en un entrenamiento en octubre del año pasado en Nueva Zelanda y por el que necesitó 62 puntos de sutura en la cara y en la cabeza.

La redención, por supuesto, porque ahora sus rivales están más preparados, hacen mejores trucos y White, que hasta hace pocos años ni siquiera visitaba el gimnasio para mejorar su estado físico, quería demostrar a todo el mundo que sigue siendo el mejor de la historia.

La redención, sobre todo, porque la vida del rider estadounidense también está llena de sombras, especialmente la demanda contra él por acoso sexual que presentó Lena Zawaideh, la baterista de su banda de rock, si bien esa demanda quedó resuelta fuera de los tribunales.

“Puedes ser campeón olímpico, pero sacrificas cosas en el camino”, se sinceró ante los reporteros tras ganar una nueva medalla de oro.

Se supone que, en el momento en el que pronunció esas palabras, él ya había conseguido redimirse.

 


VIII. La guerrera pacífica


Cuando las ráfagas de viento hicieron acto de presencia en la final femenina de Slopestyle de snowboard, la mayoría de las participantes se pusieron nerviosas e, incluso, algunas de ellas pidieron el aplazamiento de la prueba. Pero no Jamie Anderson, la defensora de la medalla de oro conseguida en Sochi, que se llama a sí misma la “guerrera pacífica”. La rider estadounidense tenía un aliado: la Madre Tierra.

Educada en casa junto a sus siete hermanos por su madre Lauren (su marido Joey, bombero retirado y padre de Jamie, reconoce que se les podría considerar como una familia hippie), Anderson creció libre en Lake Tahoe, disfrutando y amando a la naturaleza. Y, tal y como contó Sean Gregory en un reportaje en Time, es precisamente en la naturaleza donde la rider americana encuentra las soluciones para combatir el estrés y el miedo de la competición: abraza a los árboles antes del inicio de las pruebas, lleva siempre trozos de corteza de árbol en su bolsa de deporte, quema incienso en los hoteles, hace yoga y toma remedios naturales de hierbas.

“Sentí un fuerte viento tan pronto como me dejé caer, pero sabía que tenía que ir con él”, reconoció ante los periodistas tras ganar la medalla de oro. Acto seguido, enumeró la lista de remedios naturales que había llevado a Corea del Sur: cristales —cuarzo ahumado y cuarzo claro—, un trozo de corteza, semillas de un templo de Hawai y varios aceites esenciales. Además, a la montaña, el día de la final olímpica, subió un poco de incienso y de lavanda. “Tengo un pequeño altar en cada hotel. Es muy dulce”, sonrió ante los reporteros.

De tal modo, diez días después, cuando Jamie Anderson se hizo en la final de Big Air con la tercera medalla olímpica de su vida, esta vez de plata, todos los presentes sabían ya el nombre al que tenían que recurrir para entender su éxito: Pachamama. La Madre Tierra, claro.

 


IX. Ninguna derrota es eterna


La selección femenina de hockey sobre hielo de Estados Unidos y su némesis, el combinado de Canadá, tienen una rivalidad que trasciende a la pista de juego. Es, de hecho, pura mística, una situación en gran medida más cercana al misterio, a la espiritualidad o a la divinidad que al deporte. Inexplicable, en cierto modo, aunque haya motivos más que de sobra a lo largo de las tres últimas décadas para poder explicar esa rivalidad. Sobre todo, el siguiente motivo: ambas selecciones se encuentran casi siempre en las finales de todos los torneos para alzarse con el título o, en caso de perder, para que todo su país sufra una vergonzosa humillación a manos de la nación vecina. Sí, tenéis razón en lo que estáis pensando: el ser humano es extremadamente exagerado en la derrota.

Desde el año 1990, Estados Unidos y Canadá se han enfrentado en todas las finales del Campeonato del Mundo, siendo el combinado canadiense la selección con más títulos (10), si bien la tendencia en los últimos años es claramente a favor de las estadounidenses, que se han adjudicado 8 de las últimas 10 ediciones del Mundial. Pocos analistas dudarían al considerar a Estados Unidos como la mejor selección de la actualidad, pero en los Juegos Olímpicos aparece de lleno el misterio de la mística de esta citada rivalidad.

Y es que, pese a que Estados Unidos se adjudicó la medalla de oro en Nagano 1998, las primeras Olimpiadas en las que se disputó el hockey sobre hielo femenino, desde entonces Canadá acumuló cuatro campeonatos olímpicos consecutivos y en la mayoría de ellos infligió dolorosas derrotas a sus vecinas. Dolorosas, terriblemente dolorosas. Especialmente la de hace cuatro años en Sochi 2014 en un partido en el que Estados Unidos desperdició un 2-0 a su favor a falta de menos de cuatro minutos para el final y acabó perdiendo 2-3 en la prórroga.

En Pyeongchang, después de un primer encuentro en la fase de clasificación en la que volvió a ganar Canadá (2-1), las estadounidenses juraron venganza en la final. Y, evidentemente, el azar no quiso privar al deporte de un nuevo capítulo histórico y emocionante, del que para muchos ya es considerado como el mejor partido de hockey sobre hielo femenino de la historia.

Sin encajar una derrota olímpica desde el 17 de febrero de 1998 en aquella final de Nagano (3-1 para EEUU) y con el aval de 24 victorias olímpicas consecutivas, Canadá mandó en el marcador durante gran parte del encuentro a pesar de que Estados Unidos pareció siempre superior, pero, tras 80 minutos (los tres periodos y la prórroga), el partido tuvo que decidirse finalmente en la tanda de shootouts. Y, entonces, aparecieron los nombres propios: Jocelyne Lamoureaux-Davidson y Maddie Rooney. La primera fue la encargada de superar a Shannon Szabados con una jugada magnífica: engaño con la derecha, finta hacia la izquierda y traslado del disco de nuevo hacia la derecha para engañar totalmente a la excelente portera canadiense y anotar. Acto seguido, la segunda, de apenas 20 años, se encargó de detener el disparo de Meghan Agosta para certificar la medalla de oro de Estados Unidos en unas Olimpiadas veinte años después.

“Soy un poco cobarde”, se sinceró Rooney después de hacer feliz a todo un país. Mientras, Jocelyne Lamoureux-Davidson explicó el movimiento que se convirtió en el gol del triunfo: “Lo he hecho miles de veces alrededor de neumáticos puestos en el hielo. Lo llamamos ‘Oops, I did it again’ (sí, como la canción en la que estáis pensando). Lo he fallado mil veces, tropezando con los neumáticos. Me alegro de que haya funcionado esta vez”, dijo.

En efecto, nunca es tarde para saber que la victoria está destinada a los cobardes y a Britney Spears.

Pero, en realidad, las estadounidenses ya habían ganado un año antes.

Porque en el mes de marzo de 2017, las jugadoras norteamericanas se plantaron y se negaron a seguir disputando partidos y compitiendo si su Federación no les pagaba lo mismo que a sus compañeros de la selección masculina. Y, al final, lo consiguieron. “Lo que este grupo ha podido lograr es mucho más grande que el deporte. Eso es algo que nunca va a desvanecerse”, finalizó Gigi Marvin.

Ninguna derrota es eterna. Aunque muchas veces nos lo parezca.

 


X. La errada filosofía de Alan Kildow


Alan Kildow, el padre de Lindsey Vonn, está equivocado. Según sostiene desde hace años, únicamente “hay dos puestos en una carrera, primero y último”, pero esa sentencia no es verdad. No es más que filosofía errada. Seguida por mucha gente, pero definitivamente fallida.

Y más todavía en unos Juegos Olímpicos.

Cuando tenía 18 años, Sarah Hendrickson era la mejor saltadora de esquí del planeta. Había vencido en 9 de los 13 eventos de la Copa del Mundo y, al año siguiente, tras superar una operación de rodilla, se proclamó campeona mundial. Sin embargo, seis meses antes de Sochi 2014 se volvió a romper. En concreto, el ligamento anterior cruzado y el ligamento lateral interno. Compitió en aquellas Olimpiadas de todas formas. Fue vigesimoprimera.

Han pasado cuatro años desde entonces y Hendrickson ahora tiene 23 años y otras cuatro operaciones más de rodilla. La cuenta es fácil: seis en total. Aun así, la esquiadora estadounidense, que piensa ya seriamente en la retirada, no quiso perderse las Olimpiadas de Pyeongchang. Terminó su participación en el decimonoveno puesto, dos posiciones mejor que hace cuatro años en Rusia. “Definitivamente no es lo que sueñas, pero tengo que irme de aquí orgullosa”, les dijo a los periodistas. Y añadió: “Se entregan medallas de oro, pero debes recordar que todo esto es por amor al deporte”.

Sus palabras se entienden todavía mejor con la siguiente revelación: Torin Yater-Wallace, su novio, que también ha formado parte de la selección estadounidense, estuvo a punto de morir por culpa de una infección bacteriana en noviembre de 2015. Cuentan que la imagen de ambos en el salón de la casa de la madre de Hendrickson era surrealista: ella, recién operada de una segunda rotura en el ligamento anterior cruzado, sentada en un sofá con la pierna en alto; él, recuperándose de la infección casi mortal, tumbado en una camilla a su lado. En Corea del Sur, al igual que su novia, Yater-Wallace no rozó con su noveno puesto el podio en la prueba de Halfpipe de esquí. Pero ni siquiera se puede considerar ese resultado como una desilusión: a Hendrickson y a Yater-Wallace se les reconoce como ganadores sin tener que llevar colgada una medalla al cuello.

Bryan Fletcher, por su parte, es también uno de esos ganadores, aunque en Corea del Sur no haya quedado más allá de la decimoséptima plaza en individual y de la décima posición por equipos en las pruebas de Combinada Nórdica, la durísima competición que une carreras y saltos de esquí. Ahora ya tiene 31 años, pero hace mucho tiempo, cuando tenía tres años, le diagnosticaron una leucemia linfoblástica aguda. Después de dos años de sesiones de quimioterapia intensiva y de un derrame cerebral, el esquiador norteamericano superó su enfermedad. Gracias, en parte, al esquí. “Los doctores dudaron. Pero mis padres dijeron: ‘Sólo tenéis que dejar que lo haga’. Se convirtió en mi distracción perfecta de todo lo que me rodeaba”, le relató a Jon Tayler en Sports Illustrated.

Alan Kildow, decíamos, se equivoca: en los Juegos Olímpicos también hay primeros que quedan últimos y que son campeones pese a no llevarse medallas, ni laureles.

 


XI. El poder de los besos


Gus Kenworthy tampoco logró ninguna medalla, aunque su paso por Corea del Sur también será recordado. No en vano, tras terminar en la última posición en la final de la prueba de esquí Slopestyle (duodécima plaza), el esquiador norteamericano se acercó a Matthew Wilkas, su novio, con el que se fundió en un cómplice beso. Fue un gesto simple y cariñoso, pero lleno de poder. “La única forma de cambiar las percepciones, de acabar con la homofobia, de derribar las barreras es a través de la representación y eso no es algo que yo tuve cuando era niño. Definitivamente, cuando era niño no vi a un atleta gay besar a su novio y, si lo hubiera hecho, habría sido mucho más fácil para mí”, mantuvo cuando los periodistas le preguntaron por ese beso.

Por ese beso que, de hecho, no fue el único beso.

Regresemos ahora hasta el Día de San Valentín en Pyeongchang. Los Knierim, Chris y Alexa, pareja de patinaje desde 2012, matrimonio desde 2016, sellaron su actuación en la rutina corta con un beso. Sí, con otro beso. Era su primera participación en unos Juegos Olímpicos en los que unos días antes se habían adjudicado la medalla de bronce en el concurso por equipos y, aunque no pasaron de la decimoquinta posición en la competición por parejas, no les importó. Porque ese beso, en realidad, esconde la alegría acumulada tras un par de años complicados, justo el tiempo que ha pasado desde que Alexa desarrolló una rara enfermedad gastrointestinal que hizo que su peso cayera con estrépito y que tuviera que someterse a varias cirugías para salvar su vida.

“Nos estamos alimentando el uno al otro y recordándonos lo afortunados que somos de estar aquí. Es algo que nos mantiene humildes y felices”, explicó Alexa a los periodistas para referirse al beso. Y sentenció: “Mi enfermedad hace este viaje mucho más diferente”.

Nada es más bonito que un beso. Nada es más bonito que el amor.

Salvo, tal vez, unos Juegos Olímpicos.

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